jueves, 7 de junio de 2012

Freddie Black - Daniel Higiénico

Hablando de Antonio

Alfonso Gumucio Dagron

Las notas de prensa ya han dicho de Antonio Peredo lo que era necesario decir sobre su vida pública: hermano mayor de “Inti” (Guido) y “Coco” (Roberto), dos aguerridos guerrilleros que lucharon junto al Ché Guevara, y de “Chato” (Oswaldo), líder de la guerrilla de Teoponte en 1970. Hombre de izquierda, primero del Partido Comunista, luego fundador y senador del MAS, Antonio fue candidato a la vicepresidencia junto a Evo Morales en las elecciones de 2002. Periodista y profesor en la universidad, autor de varios libros, centenares de artículos… Nació en 1936 y acaba de fallecer a sus 76 años de edad el sábado 2 de junio.
Todo eso ya está dicho, pero yo quiero recordar aquí algunas circunstancias que nos tocó vivir juntos, ya sea en el exilio en México y Nicaragua, o en Bolivia.

La primera imagen que viene a mi memoria se remonta a nuestra llegada a México en calidad de exiliados de la dictadura de García Meza, en 1980. Recuerdo un departamento nuevo y vacío en la Colonia Tacubaya, un barrio entonces y ahora marginal y por lo tanto más barato. No teníamos mucho: colchones sobre el piso y una sencilla mesa redonda para las comidas, donde nos sentábamos cuando llegaban de visita los amigos.

El exilio, ya se sabe, es empezar de nuevo. Todo lo que uno haya logrado en su vida anterior parece que no cuenta, ni la experiencia ni el prestigio. Así, en esa sencilla morada en Tacubaya, que las dos parejas compartimos durante unos meses, pasamos momentos difíciles. Un dato resume mi recuerdo de esa etapa: en el supermercado me parecía que el precio de un paquete de mantequilla era exorbitante, algo inalcanzable.

La siguiente imagen es anterior, en Bolivia. Fuimos colegas en el semanario Aquí y vivimos los avatares de la represión, por apoyar ese proyecto de periodismo independiente y combativo. La experiencia de publicar en el semanario Aquí –fundado el 17 de marzo de 1979- fue fundamental para todos los que en esa etapa crítica de la vida política de Bolivia, colaboramos con Luis Espinal. Escribíamos en el semanario Edgardo Vásquez, René Bascopé, Lupe Cajías, Coco Manto, Remberto Cárdenas, Gastón Lobatón, Raúl Butrón, José Alcócer, mientras entre bastidores obraban Xavier Albó, Eric Wasseige, Amparo Carvajal, y otros de la asamblea. Antonio era el Jefe de Redacción, y luego fue director. Cuando los esbirros de García Meza y de Arce Gómez secuestraron, torturaron y asesinaron a Luis Espinal de manera tan salvaje, Bascopé asumió como director. Pero apenas cinco meses después, cuando vino el golpe del 17 de julio, Antonio Peredo, Bascopé, Coco Manto y yo tuvimos que asilarnos en la Embajada de México.

Luego de un par de meses en la residencia diplomática, por entonces a cargo del embajador Plutarco Albarrán, nos enteramos que el Ministerio del Interior tenía una lista de seis personas a las que pensaba “congelar” en la embajada. En esa lista estábamos Antonio Peredo, Cristina de Quiroga (acababan de asesinar a Marcelo), el dirigente fabril Luis López Altamirano, el diputado Alcides Alvarado y alguien más que no recuerdo en este momento. Nos pasaron el dato de que el coronel Luis Arce Gómez habría dicho “que se pudran, no les vamos a dar el salvoconducto para salir a México”.

El salvoconducto llegó finalmente, pero yo ya no estaba allí. Impaciente, decidí organizar mi salida clandestina por la frontera peruana y luego de unas semanas de avatares que no vienen a cuento ahora, volvimos a encontrarnos en México con Antonio y María Martha, para convivir en el departamento de Tacuyaba durante unos meses, hasta que Mauricio Antezana y Soledad Quiroga me dejaron el estudio que tenían en la avenida Félix Cuevas, en la Colonia del Valle.

Otro "flash back" alumbra la memoria. Después del asesinato de Espinal y poco antes del golpe militar de julio 1980, la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia, que por entonces presidía Julio Tumiri o Gregorio Iriarte, me encargó preparar un libro sobre la vida de Luis Espinal. Me metí durante varias semanas en los archivos de Lucho, en la casa de Miraflores, para reunir información y le pedí a Antonio Peredo que escribiera el capítulo sobre la actividad de Lucho en el periodismo. Xavier Albó escribió sobre Lucho sacerdote, Gregorio Iriarte sobre el asesinato, y yo sobre su actividad como cineasta (que años más tarde amplié en el libro "Luis Espinal y el cine"). También entrevisté a Antonio para una película documental que comencé a filmar, y que quedó interrumpida por el golpe.

El libro que coordiné en un tiempo record se publicó en Lima en 1981, con el título "Luis Espinal, el grito de un pueblo". Por razones de seguridad salió sin los nombres de los autores, pero para la historia debe quedar establecido que el capítulo sobre la labor de Luis como periodista lo escribió Antonio Peredo. Una segunda edición se publicó en España, en 1982, con el título "Lucho Espinal, testigo de nuestra América". Nunca vi siquiera un ejemplar de esa edición.

México fue para Antonio y para mi la primera etapa del exilio. La segunda fue Nicaragua, donde ambos volvimos a coincidir para participar y disfrutar del proceso inicial de la revolución de los sandinistas. Antonio trabajaba como periodista en la Agencia Nueva Nicaragua, y yo en un proyecto de cine Súper 8 en la Central Sandinista de Trabajadores (CST). Comprometerse en los primeros años de ese proceso político innovador fue una experiencia privilegiada.

Con el regreso a la democracia volvimos a coincidir muchas veces en La Paz, ya sea en torno al semanario aquí o en otras actividades. Cuando era diputado y luego senador, nos citábamos en el “mentidero” (el Café de Club de La Paz, en la Avenida Camacho), para ponernos al día.

También nos volvimos a encontrar “virtualmente”, si se puede decir, en las páginas de Bolpress, donde algunos “ex” del semanario Aquí seguimos colaboramos de buena gana. Antonio publicó allí más de 150 artículos desde el 15 de mayo del 2003.

Durante los años más recientes, María Martha me hacía llegar regularmente, desde el correo miradass1@hotmail.com, los textos que escribía Antonio sobre la política boliviana e internacional. No recibí ninguno nuevo en los últimos meses, pero no le di mayor importancia, pues no sabía que Antonio estaba enfermo.

En esos artículos pude seguir desde lejos el pensamiento de Antonio. Había algunos que eran más que opinión, por ejemplo aquella iniciativa de reconstruir la biblioteca del Ché. Antonio extrajo del diario del Ché una lista con 109 títulos, muchos de ellos leídos por el comandante guerrillero en Bolivia, entre noviembre de 1966 y septiembre de 1967. La lista incluye varios autores bolivianos. No sé si la iniciativa prosperó.

En alguno de esos mensajes me escribió un comentario: “Ciertamente los ’60 ya nos anunciaban estas plagas. ¿No se estarían preparando entonces, mientras nosotros soñábamos con la construcciónde una nuevasociedad? Eso nos está diciendo que ésta, es parte de aquella guerra total contra el sistema.” En otro, de marzo 2009, me agradece una nota de solidaridad que le envié cuando fue víctima de las intrigas palaciegas de Alvarito, el Robespierre de Alasitas.

A fines del 2009, cuando Antonio era todavía senador del MAS, lo invité a la clausura del seminario internacional sobre Políticas y Legislación para la Radio Local en América Latina. Era un seminario importante, porque quienes lo organizamos (Karina Herrera, Erick Torrico, José Luis Aguirre, Cecilia Quiroga y este servidor) pretendíamos proporcionar insumos para que el Estado pudiera avanzar en el diseño de una ley general de comunicación. El esfuerzo que realizamos no mereció la atención del gobierno del MAS, cuyos representantes no se dignaron asistir. En cambio sí lo hizo Antonio, que estuvo el día de la clausura.

Compartíamos una perspectiva similar sobre la necesidad de una ley de comunicación en Bolivia, y nuestras opiniones sobre la prensa nacional y el ejercicio del periodismo era coincidentes: “La libertad de prensa es una atribución, un derecho y una obligación de los pe­riodistas, no de las empresas, porque las empresas están para ganar plata y lo mismo les da tener una fábrica de pin­turas o un canal de televisión”, dijo en una entrevista publicada en Nueva Crónica.

A pesar de su militancia partidista, Antonio tenía la virtud de decir las cosas con honestidad, y no dudaba en ser crítico del MAS si era necesario. Por ejemplo, cuando dirigentes de su partido calificaban de “políticas” las movilizaciones populares contra el gobierno, Antonio salió al paso: “Cuando escucho decir a un compañero que, una movilización popular, es política se me erizan los pelos. Esa frase corresponde al léxico de las dictaduras militares que se arrogaron el derecho a hacer política y se lo prohibieron al pueblo. Por supuesto que toda movilización tiene carácter político porque es una reclamación, justa o no, contra la autoridad o contra los empresarios. Otra cosa distinta es que se aprovechen de ésta algunos politiqueros.”

En su último artículo, “La profunda crisis que enfrenta el gobierno”, Antonio hace un apretado diagnóstico de todos los conflictos que enfrenta el gobierno, sin poder resolverlos, y toma nota del distanciamiento cada vez mayor del sector indígena y campesino, la base social de Evo Morales. “Algo está funcionando en sentido contrario”, escribió.

“Atravesamos una crisis que podríamos calificar como la más grave en la historia de este Gobierno. Es muy fácil decir que concluyó el proceso de cambio o, más bien, que se acabó la ilusión de avanzar en ese proceso. De ese modo, nos desligamos de toda responsabilidad, aunque más no sea la de haber votado a favor del mismo, asumiendo una posición crítica que puede satisfacernos, pero no contribuye a ninguna solución.Lo cierto es que el proceso de cambio tiene posibilidades de salir de esta crisis y fortalecerse. Para ello, cada uno de nosotros debe ser responsable, sentir que tiene un papel que cumplir”, escribió en ese último texto.

Antonio pide “la rectificación del andar gubernamental y el retorno al proceso de cambio”, a tiempo que sugiere medidas concretas: creación de empleos en sectores productivos, seguridad alimentaria, y lucha contra el narcotráfico.

Conservaré de Antonio el recuerdo de su voz grave, el bigote grueso con el que siempre lo vi, su coherencia política que nunca derivó en el fanatismo, y su manera de ser siempre buen amigo de sus amigos, de todos, incluso de aquellos con los que podía tener divergencias políticas.

Texto: Bolpress
Foto: blog jcb cbba
 

viernes, 1 de junio de 2012

Tecnología............


La consulta en serio

Bartolomé Clavero

Los pueblos indígenas, en ejercicio de su derecho a la libre determinación, tienen derecho a la autonomía o al autogobierno en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales, así como a disponer de medios para financiar sus funciones autónomas. No se dice que los pueblos indígenas tengan la opción de ejercer la libre determinación a través de la autonomía, sino que deben hacerlo si quieren autodeterminarse y contar con su propia constituyencia. No tienen otra vía para garantizarse a sí mismos sus derechos como pueblos y los derechos de sus individuos. Siguen sin tenerla. Por esto ha de seguir siendo clave la consulta y por esto la Declaración la refuerza. En todo caso hay novedades de no poca importancia.

1989, Convenio de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, el Convenio 169 en la serie de tratados de dicha organización, he ahí en dicho año un instrumento de la mayor importancia por la envergadura de las novedades que trae el derecho internacional. La primera, la de denominar pueblosa los pueblos indígenas, algo a lo que todo el resto de las Naciones Unidas se resistía y seguiría resistiéndose durante bastante tiempo. ¿A qué viene la novedad? ¿A qué se debe la resistencia?

Pueblo es una palabra relevante en el derecho internacional. Se significa ante todo por identificar al sujeto colectivo del derecho a la libre determinación política, económica, social y cultural: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural. Para el logro de sus fines, todos los pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales (…)”, así se sienta en los artículos primeros de las dos normas principales del derecho internacional de los derechos humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Ambos instrumentos entienden de este modo, elevando tal pronunciamiento al primero de sus artículos, que la libertad del pueblo, su libre determinación, es el requisito para la garantía de la libertad de las personas, de sus derechos humanos.

Es comprensible. En el planteamiento del derecho internacional, desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, éstos se proclaman para que los Estados los asuman y garanticen. Cuando la Declaración se adoptó, en 1948, el colonialismo todavía campeaba a sus anchas, con lo que abundaban los pueblos sometidos a Estados nada dispuestos a respetar los derechos humanos de las personas pertenecientes a los mismos, a los pueblos colonizados. Cuando se adoptan los Pactos Internacionales, la descolonización avanza, habiendo asumido su impulso las propias Naciones Unidas desde 1960. De aquí viene la formulación del derecho de los pueblos a la libre determinación como principio fundamental del orden internacional. En el ámbito de las Naciones Unidas identificar a un grupo como pueblo o a un conjunto de grupos como pueblos implicaba su reconocimiento como sujeto del derecho a la libre determinación, lo que, manteniéndose así todavía solapadamente un segmento del colonialismo, el derecho internacional se negaba a reconocer a los pueblos indígenas.

Se les identificaba con todo tipo de epítetos (poblaciones, grupos o comunidades; asuntos, cuestiones o problemas…), con cualquiera salvo con el de pueblos. ¿Por qué entonces, en 1989, se le permite a la Organización Internacional del Trabajo identificar a los pueblos indígenas como pueblos? Porque la denominación se vaciaba acto seguido de contenido: “La utilización del término pueblos en este Convenio no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional”. Así se dispone en el artículo primero del Convenio 169, con lo cual lo que se está puntualizando es que los grupos indígenas podrán identificarse justamente como pueblos, pero que en su caso la denominación no puede conllevar el derecho a la libre determinación proclamado en el derecho internacional de los derechos humanos como premisa o requisito para su garantía.

En las Naciones Unidas, el organismo competente para el reconocimiento de ese derecho es un comité intergubernamental que excluye la posibilidad de adjudicarlo a población, por indígena que fuere, radicada en el interior de fronteras estatales. La Organización Internacional del Trabajo no tiene la competencia para ese reconocimiento. Estaba obligada a hacer esa puntualización.

Si el Convenio 169 se hubiera reducido a lo visto, a conceder la denominación y denegar el derecho, se habría tratado indudablemente de una broma de mal gusto. No lo es porque el Convenio se dedica a reconocer derechos de los pueblos indígenas en cuanto que derechos colectivos para aspectos además tan cruciales como el derecho al territorio propio, lo que realmente desbordaba el derecho internacional de los derechos humanos del momento. El planteamiento referido a la confianza en los Estados a efecto de garantía se había mantenido incluso cuando se llegó al reconocimiento de derechos de las minorías:

“En los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a emplear su propio idioma”.
 
Así reza el artículo 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, recalcando que, incluso en el caso de ejercicio colectivo de derechos humanos, la titularidad es individual y el garante es el Estado. Una vez que los pueblos indígenas se reconocen como titulares, en cuanto que tales pueblos, de derechos y que entre estos derechos no se comprende el de libre determinación que les permitiría convertirse en garantes de los derechos tanto colectivos como individuales, ¿iban a quedar confiados, en los mismos términos que las minorías, a los Estados, a unos Estados que les venían manteniendo, por decirlo suavemente, oprimidos?

Aquí entra en juego la consulta, la consulta con las “instituciones representativas” de “los pueblos indígenas” tal y como la contempla el Convenio 169 en su artículo sexto, de una forma que así implica la necesidad de autonomía, de un derecho a constituirla, para que la propia consulta pueda operar. Es con las instituciones que tienen o que deben tener los pueblos indígenas con las que ha de plantearse la consulta respecto a toda medida del Estado que les alcance o afecte directamente “con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas”, esto es con el objetivo de que la voz y el voto indígenas tengan un valor, si no equivalente, al menos similar al del supuesto denegado de reconocimiento de derecho a la libre determinación.

El mismo Convenio, aun sin hablar nunca expresamente de autonomía indígena, contempla la obligación del Estado de “establecer los medios para el pleno desarrollo de las instituciones e iniciativas de esos pueblos, y en los casos apropiados proporcionar los recursos necesarios para este fin”, esto es la obligación no sólo de admitir, sino también de dotar de recursos a las autonomías indígenas (todo esto en art. 6). El pueblo indígena consultado, en ejercicio de la misma, otorga su consentimiento a la propuesta del Estado o entra en un proceso de diálogo a través del que pueda alcanzarse un acuerdo. Puede decirse que la consulta, con la base de la autonomía, resulta un mecanismo supletorio de la libre determinación una vez que ésta se deniega.

Si se hubiese reconocido este derecho, la consulta habría holgado. El Convenio 169 la acuña por no confiar a los Estados la garantía primaria de los derechos de los pueblos indígenas. Podrá concurrir, pero con seguridades previas. Mejor garantía resulta por supuesto la propia determinación aunque sea en términos limitados. Lo es en suma la autonomía de los pueblos indígenas.

En el año 2007 se adopta por las Naciones Unidas la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas que por fin reconoce su derecho a la libre determinación: “Los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación. En virtud de ese derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural” (art. 3). Al mismo tiempo, la Declaración mantiene y refuerza la consulta. ¿Cómo puede ser? Si fuera cierto lo que acaba de deducirse respecto a la consulta como mecanismo supletorio de la libre determinación, ¿cómo es que sigue considerándosele necesaria e incluso que se le refuerce? ¿No resulta superflua una vez que se reconoce el derecho a la libre determinación con cuya práctica ya serían los pueblos indígenas, y no las normas internacionales, quienes determinasen el grado y las formas de sus relaciones con los Estados? Como en el caso del Convenio, la respuesta está en lo que dice a continuación la propia norma.

Helo: “Los pueblos indígenas, en ejercicio de su derecho a la libre determinación, tienen derecho a la autonomía o al autogobierno en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales, así como a disponer de medios para financiar sus funciones autónomas” (art. 4). No se dice que los pueblos indígenas tengan la opción de ejercer la libre determinación a través de la autonomía, sino que deben hacerlo si quieren autodeterminarse y contar con su propia constituyencia. No tienen otra vía para garantizarse a sí mismos sus derechos como pueblos y los derechos de sus individuos. Siguen sin tenerla. Por esto ha de seguir siendo clave la consulta y por esto la Declaración la refuerza. En todo caso hay novedades de no poca importancia.

En virtud del reconocimiento del derecho a la libre determinación, la autonomía o autogobierno que el Convenio sólo contemplaba algo así como entre líneas viene ahora a primer plano y la consulta se perfila en términos de resaltar la necesidad del consentimiento indígena, de un “consentimiento libre, previo e informado” como, con toda intención, lo califica la Declaración (arts. 10, 11, 19, 28, 29 y 32), de un consentimiento prestado o un acuerdo alcanzado con garantías de plena libertad, completa información, en momento previo a cualquier decisión susceptible de afectar al pueblo o pueblos del caso y de modo así preclusivo de toda actuación que la parte indígena pudiera considerar lesiva.

Anteponer el derecho a la autonomía tiene el efecto de reducir el radio de la práctica de la consulta. Si el pueblo indígena se pronuncia por no aceptar la consulta que le propone el Estado, ésta no procede. La consulta es un derecho, no una obligación, para los pueblos indígenas. Es garantía de derechos, no trámite de cortesía. El Estado no puede imponer la consulta al pueblo indígena con el argumento de que para él sí que constituye un deber. No lo es si el pueblo con el que quiere consultar manifiesta que no prestará su consentimiento y que no considera procedente entrar en un procedimiento para alcanzarse un acuerdo. La consulta ahora complementa a la autonomía, no la sustituye ni siquiera en los casos en los que no esté organizada la autonomía indígena.

Constituirla es lo que procede entonces, dejándose en suspenso cualquier proyecto de consulta hasta que el pueblo indígena esté en condiciones de tomarla en consideración debidamente, esto mediante la reconstitución y capacitación para el ejercicio de la libre determinación en términos de autonomía o autogobierno.

Por igual razón y del mismo modo, el pueblo indígena puede practicar la consulta respecto a propuesta del Estado sin la participación de éste, por sí mismo. Esta práctica que está calificándose de autoconsulta puede resultar especialmente relevante en el caso usual de que sea el Estado quien no se plantee la consulta por obviar la voz y el voto indígenas. Cabe también que la consulta se realice por iniciativa indígena. No se olvide que aceptación o proposición y conducción de consulta es manifestación de la libre determinación, igual que la autonomía. En todo caso, la autoconsulta no se reduce a suplir a la consulta en el caso de que el Estado no la convoque. Nada de esto se encuentra expresamente previsto por la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, pero son consecuencias lógicas de su justo entendimiento de tales derechos, de todos ellos, como manifestaciones de la libre determinación y de colocación de la autonomía en primer término una vez que al ejercicio de la misma autodeterminación sólo se admite en dichos términos de autonomía o autogobierno en el seno del Estado.

En este nuevo escenario resulta también consecuente que el consentimiento indígena, sea ya el que se presta a la propuesta del Estado, ya el que se alcanza mediante acuerdo tras un proceso de diálogo, aparezca más claramente como regla, no como excepción. Tanto el Convenio como la Declaración, y en mayor medida esta segunda, contemplan casos en los que el consentimiento es necesario, casos como el de desplazamiento forzoso, el de almacenamiento o eliminación de materiales tóxicos o incluso el de proyectos de desarrollo que afecten a territorios y recursos indígenas. De esto se ha deducido algo problemático, por no decir que abusivo, por parte de una doctrina que se está imponiendo con el abierto respaldo de instancias de las Naciones Unidas. Se arguye que, si hay casos en los que se especifica la necesidad de consentimiento o acuerdo, es porque en todo el resto el mismo no es necesario. De no prestarse, se dictamina entonces, el Estado no estaría obligado a respetar la decisión indígena. Tendría abierto el camino para adoptar unilateralmente sus decisiones justificándose y compensando si fuere necesario. Nada de esto figura tampoco en la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, pero es el caso que ni siquiera responde a su lógica. No tiene más sustento que el de la manipulación doctrinal.

Obsérvese la siguiente disposición de la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas: “Los pueblos indígenas tienen derecho a la reparación, por medios que pueden incluir la restitución o, cuando ello no sea posible, una indemnización justa y equitativa por las tierras, los territorios y los recursos que tradicionalmente hayan poseído u ocupado o utilizado y que hayan sido confiscados, tomados, ocupados, utilizados o dañados sin su consentimiento libre, previo e informado” (art. 29.1). Si cualquier afectación a territorios o recursos indígenas sin su debido consentimiento da lugar a responsabilidad del Estado, es que el consentimiento indígena es necesario para cualquier afectación legítima de territorios o recursos indígenas.

Aparte de que haya casos en los que se recalque la necesidad, esa es la lógica que atraviesa no sólo la Declaración, sino también, aunque menos francamente, más entre líneas, en el Convenio. Cierto es que la misma Declaración tampoco formula la necesidad del consentimiento de forma directa y nítida, pero ahí está bien asumida incluso de forma reiterada: “Los Estados proporcionarán reparación por medio de mecanismos eficaces, que podrán incluir la restitución, establecidos conjuntamente con los pueblos indígenas, respecto de los bienes culturales, intelectuales, religiosos y espirituales de que hayan sido privados sin su consentimiento libre, previo e informado o en violación de sus leyes, tradiciones y costumbres” (art. 11.2).

El derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas está siendo en efecto objeto de una tergiversación sistemática que comienza siempre por ignorar la lógica que lo inspira y que concluye a menudo proyectando sobre el mismo la sombra oscura de prejuicios, no vamos a decir que racistas, contra dichos pueblos. Se interpretan el Convenio y la Declaración como si fueran normas meramente reglamentistas, normas sin mayor alcance que el de la regulación de cortos vuelos a primera vista, sin la transcendencia del reconocimiento de la constituyencia de pueblos.

Se opera desde los supuestos de que existen unos intereses generales que pueden prevalecer sobre derechos indígenas, de que el consentimiento sólo es exigible en los casos expresamente reconocidos por los instrumentos internacionales y el de que éstos son aplicables sin mayor esfuerzo por sustentarlos y elaborarlos conforme a sus motivos y a sus objetivos. Suele agregarse un lenguaje que no se basa en las normas, sino en los prejuicios, como de derecho de veto, para denegarlo, y de capacidad de vincular al Estado, para igualmente rechazarla. Así, con todo esto, es como se neutraliza el espíritu y se velan los principios del derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas. Así, con todo ello, es como se cancela el derecho a la libre determinación y su exigencia de autonomía como marco de la consulta.

Todas esas doctrinas que se superponen a las normas no suelen tomar en cuenta un supuesto que les podría dejar en evidencia, el de los pueblos en aislamiento voluntario. No se hace mención del mismo en las normas internacionales de derechos de los pueblos indígenas. Lo ignoran tanto el Convenio como la Declaración.

Recientemente, en febrero de este año 2012, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos de ha ocupado publicando unas Directrices de Protección para los Pueblos Indígenas y en Contacto Inicial de la Región Amazónica, el Gran Chaco y la Región Oriental de Paraguay. La directriz principal es la de que se conozca y respete el derecho a la libre determinación de esos pueblos y por ende su voluntad de mantenerse en aislamiento, lo que ante todo significa que el Estado debe abstenerse de introducir en sus territorios e impedir que otros se introduzcan.

La Constituciones del Ecuador y de Bolivia se habían anticipado: “Los territorios de los pueblos en aislamiento voluntario son de posesión ancestral irreductible e intangible, y en ellos estará vedada todo tipo de actividad extractiva. El Estado adoptará medidas para garantizar sus vidas, hacer respetar su autodeterminación y voluntad de permanecer en aislamiento, y precautelar la observancia de sus derechos. La violación de estos derechos constituirá delito de etnocidio, que será tipificado por la ley” (Ecuador, art 57, parágrafo penúltimo); “Las naciones y pueblos indígenas en aislamiento y no contactados gozan del derecho a mantenerse en esa condición, a la delimitación y consolidación legal del territorio que ocupan y habitan” (Bolivia, art. 31.II). Como en otras cuestiones, cual la del derecho al agua, el derecho internacional ha avanzado gracias a estas Constituciones.

¿Por qué colaciono el caso? Por lo dicho de que deja en evidencia a la doctrina que se empeña en que la necesidad de consentimiento no es regla, sino sólo excepción, aplicándose tan sólo a asuntos determinados. He ahí un supuesto en el que el llamado derecho de veto por pueblos indígenas opera con carácter de lo más general precisamente por aplicarse la regla del libre consentimiento indígena. El caso desautoriza las lecturas usuales de Convenio y Declaración tan a pié de letra que ignora su lógica, la lógica que en cambio se aplica en las Directrices sobre pueblos en aislamiento voluntario. Apropiadamente, las mismas no utilizan la expresión de derecho de veto. Sigamos el ejemplo. Aunque esté en uso tanto entre detractores como también a continuación, incautamente, entre defensores de la libre determinación indígena, mejor será que evitemos un lenguaje tan ajeno a las normas como prejuicioso o capaz de reavivar prejuicios. La libre determinación no merece que se le llame derecho de veto.

Sumamente significativo resulta que el asalto al derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas se haya producido de inmediato tras la adopción por las Naciones Indígenas de la respectiva Declaración, del instrumento que reconoce el derecho a la libre determinación. En vez de procederse a interpretar a su luz el mismo Convenio y su requerimiento de la consulta con toda su transcendencia ya en el mismo, se proyecta sobre este instrumento la restricción y la laxitud. La consulta deja definitivamente de tomarse en serio. Ahora se trata de convertirla en expediente para la legitimación del asalto político y empresarial sobre territorios, recursos y culturas indígenas en su dimensión económica. Para otras dimensiones se predica el multiculturalismo, buena coartada del asalto. La pantalla de Declaración y Convenio dulcifica una operación que sólo pueden contrarrestar los pueblos indígenas, sus instituciones y organizaciones. Hoy algunas de estas instituciones son o, mejor, pueden ya ser instituciones de Estado, instituciones de Estado, con ello, plurinacional.

Me refiero a Bolivia. Ya que aquí, en Bolivia, estamos, digamos algo de su nueva Constitución, la que le constituye como Estado Plurinacional respondiendo a la lógica que acabamos de contemplar en el actual derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas. La Constitución boliviana aporta ante todo un par de palabras, una un tato una nueva, la ya dicha de plurinacional, y otra no tan nueva, la de descolonización. Plurinacionalidad es la cifra constitucional de las novedades jurídicas internacionales que acabamos de contemplar. Trae a primera vista todo su alcance de reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a constituyencia propia. Extrae la consecuencia de que el Estado se compone de una pluralidad de naciones, de una diversidad de pueblos con derecho a la libre determinación mediante el ejercicio del autogobierno. Hace el intento de articular tan plurinacionalidad.

La segunda palabra es la menos nueva de descolonización. La Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia pone de relieve que la constituyencia de los pueblos indígenas es un asunto de descolonización y que ésta, la descolonización, es absolutamente necesaria para que todas y todos, personas y pueblos, puedan gozar de los respectivos derechos: “Son fines y funciones esenciales del Estado (…) Constituir una sociedad justa y armoniosa, cimentada en la descolonización, sin discriminación ni explotación, con plena justicia social, para consolidar las identidades plurinacionales” (art. 9.1). Se trata de que la denegación de derechos de los pueblos indígenas es puro colonialismo y de que la descolonización ha de alcanzarse mediante el reconocimiento efectivo de tales derechos.

Esta evidencia resulta algo esencial que Naciones Unidas ahora rehúye. El derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas se reconoce como la vía para la descolonización todavía pendiente, privándose así de la fuerza que ese reconocimiento prestaría. La Constitución del Estado Plurinacional se dota de esa energía al realizar la conexión entre derechos de los pueblos indígenas y cancelación definitiva del colonialismo. Naciones Unidas la concibió cuando en 1960 adoptó una política de descolonización, pero de una descolonización que, por su reducción a colonialismo dicho extranjero, no se extendía al caso de los pueblos indígenas: “La sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras constituye una denegación de los derechos humanos fundamentales, es contraria a la Carta de las Naciones Unidas y compromete la causa de la paz y de la cooperación mundiales” (Declaración sobre la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales, art. 1).

La conexión está en todo caso ante la vista: el artículo tercero de la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas contiene el mismo pronunciamiento que los primeros artículos, idénticos entre sí como sabemos, de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y que el artículo segundo de la Declaración sobre la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación; en virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”. Ahora todos los pueblos pueden ser todos los pueblos.

En este contexto se sitúa lógicamente en la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia el derecho de los pueblos indígenas tanto a la autonomía como a la consulta. Así figura el segundo: “En el marco de la unidad del Estado y de acuerdo con esta Constitución las naciones y pueblos indígena originario campesinos gozan de los siguientes derechos: (…) A ser consultados mediante procedimientos apropiados, y en particular a través de sus instituciones, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles. En este marco, se respetará y garantizará el derecho a la consulta previa obligatoria, realizada por el Estado, de buena fe y concertada, respecto a la explotación de los recursos naturales no renovables en el territorio que habitan” (art. 30.15).

No es la única ocasión de referencia de la Constitución a la consulta. He aquí la segunda: “La explotación de recursos naturales en determinado territorio estará sujeta a un proceso de consulta a la población afectada, convocada por el Estado, que será libre, previa e informada. Se garantiza la participación ciudadana en el proceso de gestión ambiental y se promoverá la conservación de los ecosistemas, de acuerdo con la Constitución y la ley. En las naciones y pueblos indígena originario campesinos, la consulta tendrá lugar respetando sus normas y procedimientos propios” (art. 352).

Se reconoce de este modo también un derecho a la consulta de los sectores de la ciudadanía que puedan considerarse perjudicados por proyectos de explotación de recursos naturales, a estos limitados efectos, como medio de reforzar una democracia participativa. Es algo loable y, para un español, envidiable, pero no se sabe qué hace la consulta indígena en ese capítulo una vez que ya figura debidamente como derecho.

Cabe extrañarse de que en esta sede de recursos naturales, avanzada la Constitución, vuelva a hacerse mención de ella sin remitirse al artículo correspondiente, el 30.15 citado de la parte fundamental de derechos, y marcando un requerimiento de perfil inferior al de dicho lugar específico. Esto puede dar pie a confusión entre consulta ciudadana, que es buena práctica democrática, y consulta indígena, que es mecanismo supletorio de la libre determinación de pueblos. Subrayo esto porque en la confusión está incurriéndose.

La Ley del Régimen Electoral, una de las leyes de desarrollo directo de la Constitución, se ocupa de la consulta previa en estos términos: “La Consulta Previa es un mecanismo constitucional de democracia directa y participativa, convocada por el Estado Plurinacional de forma obligatoria con anterioridad a la toma de decisiones respecto a la realización de proyectos, obras o actividades relativas a la explotación de recursos naturales. La población involucrada participará de forma libre, previa e informada. En el caso de la participación de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, la consulta tendrá lugar respetando sus normas y procedimientos propios. Las conclusiones, acuerdos o decisiones tomadas en el marco de la consulta previa no tienen carácter vinculante, pero deberán ser considerados por las autoridades y representantes en los niveles de decisión que corresponda” (art. 39).

El último pronunciamiento, el que, sin base en Constitución ni en derecho internacional, declara no vinculante para el Estado el acuerdo resultante de la consulta, parece no contraerse al caso de los recursos naturales, sino ser de alcance general para toda consulta. La Ley del Régimen Electoral sigue desenvolviéndose como si así fuera, como si no sólo se estuviera tratando de un caso específico de consulta que se ha extendido a los pueblos indígenas de forma que enerva su derecho. Esto se hace ahora sobre el supuesto implícito de que no hay más consulta efectiva que la referente a recursos naturales, indígena o no indígena, tal y como si el derecho de los pueblos indígenas (art. 30.15 citado) no fuera algo operativo.

El contexto empeora las cosas. La Ley del Régimen Electoral se ocupa de la consulta bajo el entendido de que su práctica ha de supervisarse por el Órgano Electoral Plurinacional, el cual, según se deduce de la Constitución (art. 208. I), sólo tiene competencia en “procesos electorales”. A la luz del derecho internacional de derechos de los pueblos indígenas, la consulta indígena no es ni puede recudirse a proceso electoral. Salvo consentimiento de entrada, es intercambio de propuestas y diálogo consiguiente para alcanzarse un acuerdo entre Estado e “instituciones representativas” de los pueblos indígenas. En caso alguno cabe asimilársele a un proceso electoral. A esto, empero, tiende a reducirla la Ley del Régimen Electoral. Cierto es que la misma sólo se ocupa del supuesto de consulta para explotación de recursos naturales, pero esto no se hace por entenderse que la consulta indígena contará con su regulación propia, sino porque se le ignora como si sólo tuviera validez la parte orgánica de la Constitución (art. 352) y no la de derechos (art. 30.15). Y así desaparece la consulta indígena al reducírsele a una variable de la consulta ciudadana. Se responde a una concepción de la ciudadanía que no es la plurinacional y, aún menos, la descolonizadora. No es la concepción constitucional de la ciudadanía boliviana.

Tras todo lo dicho no creo que, ante aquel añadido, en la Ley del Régimen Electoral, de la no-vinculación sin base ni internacional ni constitucional tan ni siquiera en el lenguaje, haya de abundarse en la desvirtuación que así se produce de los derechos de los pueblos indígenas y de la propia Constitución del Estado Plurinacional. La plurinacionalidad y la descolonización se arriesgan con extremos como ese. En esta tesitura, conviene regresar a unos principios, los de 1989, para la recapacitación oportuna y la rectificación necesaria. La ocasión la ofrece una Ley General o Marco de Consulta cuyo anteproyecto está ahora elaborándose por el Ministerio de Gobernación, no por el Ministerio de Culturas con su Viceministerio de Descolonización, ni por el Ministerio de Autonomías, ni tampoco por alguna instancia en la que hubiera representación indígena aunque sólo fuese para ir preparando la consulta a los pueblos indígenas a la que la Ley de Consulta habrá de sujetarse y a cuyo resultado, atenerse.

El derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas es derecho constitucional en Bolivia, pudiendo incluso prevalecer sobre la Constitución: “Los tratados e instrumentos internacionales en materia de derechos humanos que hayan sido firmados, ratificados o a los que se hubiera adherido el Estado, que declaren derechos más favorables a los contenidos en la Constitución, se aplicarán de manera preferente sobre ésta” (art. 256.I). Obsérvese bien. No sólo es derecho constitucional el cuerpo de tratados de derechos humanos ratificados por Bolivia, sino también otros instrumentos, como las declaraciones, a los que el Estado se haya adherido. Bolivia votó positivamente la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en la Asamblea General de las Naciones Unidas y la incorporó a continuación a su ordenamiento jurídico “con rango de ley”. Si la Declaración resulta más favorable a los pueblos indígenas que la Constitución, prevalece sobre ella según ella misma.

Otra ley de desarrollo de la Constitución, ésta realmente clave, la Ley de Deslinde Jurisdiccional y coordinación entre la jurisdicción indígena y la llamada ordinaria, declara de sí misma que “se fundamenta en la Constitución Política del Estado, la Ley N° 1257 que ratifica el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, la Ley N° 3897 de 26 de junio de 2008, que eleva a rango de Ley la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y demás instrumentos internacionales de Derechos Humanos aplicables” (art. 2.II). Bien está, pero la referida ley de recepción de la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas no eleva su rango, sino que lo rebaja. A la luz de la Constitución no es ley, sino Constitución igualmente. Y el caso es que la Ley de Deslinde Jurisdiccional se plantea y produce como si la Declaración no fuera Constitución e incluso, hasta tal punto se desvía, como si la Constitución misma tampoco lo fuera.

El rango normativo de la Declaración no lo marca una ley, sino la Constitución. De hecho las cosas van desenvolviéndose como si la Constitución misma dependiese de las leyes. La Declaración no está operando en el desarrollo de la Constitución como derecho constitucional que es ella misma. Por todo lo dicho, en particular por lo que toca al artículo 352, la Declaración contiene “derechos más favorables a los contenidos en la Constitución” por lo que los mismos “se aplicará(n) de manera preferente sobre ésta” (art. 256.I citado). La Declaración aporta sobre todo una articulación de los derechos de los pueblos indígenas que debe tenerse presente en el desarrollo constitucional. En la misma Constitución, el artículo 30 de la Constitución, el referente a derechos de los pueblos indígenas, ha de prevalecer sobre lo previsto en materia de recursos naturales.

La Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas no es una mera referencia inspiradora y orientativa. Es derecho constitucional al que la regulación y práctica de la consulta indígena debe atender para más efectos que el de reconocerla vanamente como fundamento según el estilo de la Ley de Deslinde Jurisdiccional. El Estado Plurinacional no se puede implantar y desenvolver si esta constatación no se asume por los órganos constitucionales, comenzándose por el legislativo y el ejecutivo. Bolivia no es Estado Plurinacional simplemente porque la Constitución lo diga y así se llame.

Durante esta visita a Bolivia, durante los días 21 y 25 de mayo de 2012, he sido continuamente interrogado sobre el caso TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure), caso de proyección inconsulta de una carretera atravesándolo por su mitad. He puesto siempre por delante que, no siendo ciudadano boliviano ni evidentemente indígena, no me creo legitimado para andar opinando si carretera sí o carretera no, pero que, especialmente por estar ahora en Bolivia a invitación de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, puedo y debo hablar sobre el caso desde la perspectiva del derecho internacional que, nunca olvidemos, es derecho constitucional aquí en Bolivia.

El caso se ha enconado hasta extremos realmente preocupantes. Sectores gubernamentales descalifican absolutamente al sector indígena que se opone a la construcción de la carretera, defiende la Ley 180, ley que ha declarado la intangibilidad del TIPNIS, y reclama la rectificación del desarrollo legislativo de la Constitución en lo que interesa a los pueblos indígenas. Desde este sector indígena llegan descalificaciones no menos absolutas del Gobierno en bloque y particularmente de su decisión de convocar una consulta a los pueblos indígenas del TIPNIS que se ha formalizado por otra ley, la Ley 222. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Bolivia entiende que la solución del conflicto es siempre la consulta, aunque en el caso ya no pueda ser estrictamente previa, bien que habiendo recomendado su aplazamiento dado que las condiciones presente no son precisamente las adecuadas para realizarla. Uno primero de pocos meses ya se ha acordado. Mas de momento no parece que las condiciones para hacerse viable la consulta mejoren. Están en cambio empeorando con dicho enconamiento entre descalificaciones.

El caso TIPNIS ha tenido al menos un efecto positivo. El Gobierno entiende que se necesita una Ley General o Marco de Consulta y se ha puesto a la labor. Es ley que no puede improvisarse, entre otras razones porque ha de consultarse y consensuarse con las instituciones representativas de los pueblos indígenas, pero, si la consulta del TIPNIS sigue aplazándose, la anticipación de la Ley de Consulta con consentimiento indígena crearía las condiciones para reconducirse el conflicto y practicarse de forma regular la consulta, toda consulta que la autonomía del pueblo o pueblos indígenas afectados acepten. De parte gubernamental se alega que las comunidades del TIPNIS partidarias de la carretera presionan para que se levante su intangibilidad mediante consulta, pero la intangibilidad está en suspenso por virtud de la Ley 222. Se arguye también que la consulta en el caso TIPNIS puede sentar un precedente para la propia Ley de Consulta, pero por sus mismas condiciones que han llevado a que el Gobierno haya asumido unilateralmente competencias que no le corresponden según el derecho tanto internacional como constitucional, o constitucional sin más en Bolivia, si la consulta particular del TIPNIS se celebra tal y como está diseñándose, no podría ser un precedente válido para la ley general. De serlo, malo.

Lo que podría añadir por mi parte ya sería repetitivo. Pues no he encontrado motivos para mudar sustancialmente mi análisis, me remito al informe sobre el caso TIPNIS que realicé tras la visita anterior a Bolivia, entre los días 17 y 23 de este pasado mes de abril: http://clavero.derechosindigenas.org/wp-content/uploads/2012/04/Bolivia-

Texto: Bolpress
Imagen: alanvargas blog
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