lunes, 7 de mayo de 2012

Bolivia: La coyuntura y la descolonización

Rafael Bautista S.

Un gobierno cercado por movilizaciones en casi todo el país y en vísperas de un posible motín policial, parece parodiar al último año de gobierno de Sánchez de Lozada. Para los analistas mediáticos, más que de una semejanza, se trata de una esperanza; por eso se apresuran en barajar opciones en medio de encuestas anticipadas (¿quién puede ganarle al Evo?). En esos márgenes de opción se mueven sus análisis coyunturales y, presos de aquello, no pueden ofrecer aquello que prometen. Si pretenden retratar la coyuntura de modo “objetivo”, aquello se diluye en la pura justificación de todo aquello que signifique estar en contra del gobierno; porque ello, además, significa, en última instancia, clausurar el proceso de cambio, es decir, no cambiar nada y restaurar el orden conservador.

Para eso, el propio gobierno brinda los argumentos que necesita la oposición: si el gobierno confunde el proceso consigo mismo, esa confusión termina por convencer a una oposición (también de izquierda) ciega en sus devaneos. Para ambos, el cambio sólo es posible si son ellos la dirección del cambio. El primero quiere un cambio a imagen y semejanza suya; los segundos quieren cambiar al mismo cambio, para que no cambie nada y así volver al reposo. De estos se puede decir que son como los zombis, que despiertan molestos de su letargo para espantar la algarabía de los vivos; del primero que es como el adolescente arrojado al mundo adulto, que se comporta como un niño ante decisiones de adulto. Por eso la discusión que ambos pretenden cae ante oídos sordos; están dispuestos a hablar pero nunca a escucharse uno al otro.

Herederos de la misma cultura política no saben sino hacer de la confrontación el único lugar de (des)encuentro. Y todo esto apadrinado por los medios. Cuando la política se trivializa mediáticamente, todos comparecen en los medios como ante un dios que decide el bien y el mal. La política es expropiada a la arena del espectáculo, donde no triunfa ni la verdad ni la justicia, porque ninguna de éstas vende. El conflicto vende porque su guionización telenovelesca permite mantener un espectador pasivo, a merced de la historia, el ritmo y el desenlace que deciden los medios (los actores creen que deciden algo, cundo son sólo fichas que usan los medios para armar sus tramoyas). En este contexto, la política está de más y en eso consiste, precisamente, la Mediocracia: el poder político de los medios privados de información.

El gobierno cree que con propagandas puede contrarrestar ese efecto mediático y se equivoca de cabo a rabo, porque aquello significa que no ha entendido en qué consiste la Mediocracia. Tiene perdida la mitad de la batalla de antemano y eso se demuestra en todos los conflictos habidos; la otra mitad la pierde por su ingenua autosuficiencia. Pero ni aun perdiendo casi todo, gana la oposición. Porque ésta se cree también el cuento de los medios: que todo lo deciden ellos. La supuesta apoliticidad de los medios es la declaración más política que pueda haber; no sólo toman partido sino que influyen en la opinión pública a tomar partido, es decir, hacen proselitismo (y lo que es peor: lo hacen disfrazadamente).

En medio de la omnipresencia de los medios, no pierde sólo el gobierno sino hasta la propia oposición, porque pierde la política misma su rango de realidad (el problema no es que los medios hagan política sino que pretenden suplantar la política misma). Entonces, todo análisis de coyuntura que parta de esas certezas mediáticas, resulta una pura consecuencia ilusoria de esa suplantación previa. Por eso el análisis del conflicto no da luces y sólo ahonda la confusión; confusión que contamina a los propios actores y, en definitiva, al propio conflicto.

Vayamos al conflicto mismo (no a la imagen del conflicto). Si en el conflicto hace nido la confusión, entonces reina la ligereza, el aturdimiento y la imprudencia, es cuando el conflicto mismo empieza a mostrarse suicida. Por un lado, la multiplicación de los conflictos tienden, a la larga –porque los intereses corporativos clausuran todo horizonte de unidad– a anularse mutuamente, en una competencia desesperada por atrapar la opinión pública (sólo sobrevive el que genera más espectáculo). Por el otro, el gobierno genera las condiciones para esta multiplicación por un pésimo diagnóstico coyuntural, cuya lectura de la correlación de fuerzas parece remitirse al pasado y no al presente. En ambos aparece el síndrome de un vanguardismo encandilado: los primeros quieren jugarse el todo por el todo en el “ahora o nunca”; el segundo interpreta el proceso como su propia odisea. Ambos quieren dirigir el cambio, pero sin ser parte de éste.

Por eso el conflicto no se supera, aunque se suspenda; porque lo que prevalece y a lo que no se está dispuesto a renunciar es al típico cálculo político que hacen ambos. No sólo el gobierno sino, hasta los obreros, son herederos de una cultura política que devalúa la política misma. Porque cuando, como dice Zavaleta, desaparece la “cosa sagrada” de la política, lo único que queda es el puro cálculo político. El interés inmediato, corporativo, sectorial, es lo que ha acabado de corromper a las dirigencias en una pura pugna de intereses particulares. Mientras la “cosa sagrada” no aparece en los actores, la política es cualquier cosa, menos una praxis revolucionaria.

En eso, entre otras cosas, consistía un proceso de cambio, en restaurar lo sagrado de la política. Suena raro, porque la política se ha mundanizado tanto que cuesta creer que algo bueno pueda tener. El “mandar obedeciendo” manifestaba aquella posibilidad: transformar la política misma. Pero esta transformación no es sino transformación del sujeto mismo. Por eso tiene sentido el proceso como proceso de descolonización. “Escuchar al pueblo” no es un simple slogan sino la consecuencia política de una nueva comprensión del poder: significa pasar de una política de dominación a una política de liberación. En ese tránsito, quien se libera es el propio sujeto. Y se libera desmantelando las estructuras de dominación que le oprimen; por eso la política le es irrenunciable y, más aun, una política de liberación. La descolonización es pertinente para nosotros porque nos permite clarificar lo siguiente: las estructuras de dominación no son sólo objetivas sino también subjetivas, lo que está instituido está también mentalizado, nuestros hábitos y costumbres se corresponden con las estructuras que criticamos.

La cosa sagrada es el sujeto, la vida del sujeto; por eso lucha: por la vida. No por su vida sino por la vida. Sin vida no hay sujeto, por eso se hace responsable de toda la vida. Pero la vida no es sólo lo que ve sino también lo que no ve. Por eso lucha por un futuro que quizás nunca vea, y lucha también por el pasado que nunca vio. Luchar por los ancestros le conecta con su propio origen, de modo que se re-liga con lo que le trasciende y lo que le trasciende le da fuerza a su lucha, por eso es capaz de hacer historia, de crear un mundo nuevo. Cuando lo sagrado aparece ante él, su lucha se consagra. La consagración de la política no es un añadido moral sino la recuperación del sentido mismo de lo político.

Si no hay esta recuperación, todo se disuelve en el puro cálculo de intereses. No hay cambio alguno, aunque se lo pregone. Si el gobierno sufre de esta merma, también la sufren los movilizados, porque todos heredan la cultura política en la cual nacieron. Los conflictos actuales retratan eso.

Pero para proceder con un análisis coyuntural, debemos, en primera instancia, aclarar el locus desde donde se realiza el examen de este presente histórico. Porque los análisis mediáticos que aparecen a diario, aparte de retratar puras improvisaciones que podría muy bien realizarlo cualquier parroquiano y, por eso, no coadyuvan para nada a una comprensión del asunto sino que secundan, de modo diligente, a la confusión total; no saben exponer una realidad dinámica, y menos si ésta se halla en un proceso de transformación; porque con conceptos estáticos no se conoce realidad alguna, porque estos son la acumulación cristalizada de una realidad que ya sólo existe en los libros.

Por eso tampoco los analistas pueden ofrecer pautas de acción y menos ofrecer un diagnóstico organizado y sistemático de la realidad. Si toda su perorata se reduce a la consecuencia silogística de su (de)formación académica, se entiende el tratamiento conceptual estático de una realidad sin historia (pues se está acostumbrado a juzgar la realidad desde la teoría, si ésta explica una cosa, también explica a la otra, hasta el infinito). Pero quien renuncia a la historia renuncia, en realidad, a la razón. Porque cada realidad exige su propio método de conocimiento y el modo de acercarse a ella no es, en principio –y nunca– lógico, sino histórico. Esto quiere decir: no es desde un supuesto punto cero de observación que se conoce a la realidad (y menos a mi realidad) sino desde un proyecto determinado. El lugar del proyecto es el lugar del sujeto de ese proyecto. Sólo desde la perspectiva del sujeto (plurinacional) la realidad aparece con sentido, ese sentido proyecta el horizonte histórico (el vivir bien) que se propone el sujeto; la realidad ya no es algo dado y acabado sino algo por constituir (lo objetivo en este caso es saber determinar lo posible de ser realizado). Los análisis mediáticos que abundan –contra tanto crédulo que han creado los medios– nunca son neutros u “objetivos” sino que cargan la acumulación de la perspectiva de clase que se tiene y lo que se diagnostica es apenas la cristalización de las expectativas acumuladas. Pero eso no lo pueden decir, porque hasta de eso son inconscientes; por eso no pueden, aun cuando posean todo el aparato mediático a su disposición, describir pautas de acción política para su público. El mito de la neutralidad les hace callar a su debido momento.

La trampa en la que caen, medios, analistas y público, es que la confluencia de lo que pasa y lo que se enuncia, es nada más que la potestad de la interpretación de los hechos que se arrogan los medios, por eso la confluencia no procrea nada y se difumina el momento en que se apaga el receptor. En el mejor de los casos, la interpretación mediática permanece en la opinión pública como un simple almacenamiento de información, dejando huérfano el espacio entre el procesamiento de esa información y la acción misma, como un hueco a ser llenado por un sentido común cargado de taras y prejuicios (por eso no es rara la creciente antipatía hasta racista que generan los medios en contra del gobierno y todo lo que éste representa, porque para los medios privados no se trata de estar en contra por razones justas sino estar en contra y ya). Es en los mismos análisis mediáticos donde se constata la resistencia férrea a cualquier cambio en la estabilidad de la propia estructura de clases; porque en esa estructura se anida, en definitiva, la clasificación racista de una sociedad colonizada hasta el tuétano.

Por eso un análisis de coyuntura no puede reducirse a la descripción de lo que pasa, porque lo que pasa es apenas la manifestación visible de un proceso de acumulación histórica que enfrenta el sujeto en su propia constitución. Los conflictos que atraviesa no son simples episodios sino momentos determinantes de su propio proceso; cada crisis le sirve para hacer de aquella acumulación conciencia anticipatoria, por eso hasta las piedras que le ponen en su camino, le sirven para seguir construyendo.

Entonces, el conflicto, por ejemplo, con los médicos, es sólo la punta del iceberg, porque el estallido de éste se da precisamente por la acumulación del resentimiento “profesional” ante, lo que consideran, el atrevimiento de la indiada. Desde la Asamblea Constituyente, los diversos sectores de “profesionales”, nunca cesaron en la desacreditación del proceso mismo que, curiosamente, ahora enarbolan, abrazándose de una Constitución a la cual hasta pisotearon. ¿Por qué aparece el estallido? Porque ahora se tocaron privilegios. Volvemos otra vez a Zavaleta: la creencia ingénita e irrenunciable e innegociable de la casta oligárquica es ahora auto de fe del “profesional”: la creencia en su superioridad. Pueden negociar todo, menos aquello; por eso su arrebato: ¿cómo vamos a trabajar igual que los demás?

Cuando se dice que las seis horas (que casi nunca son seis) son un derecho adquirido, no se dice que en realidad se trata de un privilegio; más aun cuando se trata de un país atravesado por desigualdades crónicas. Pero, por jurisprudencia y, sobre todo, por cuestión ética (que de esto parecen saber poco los médicos), un derecho no puede conculcar otro, y menos tratándose de un derecho mayor. Nos referimos al derecho a la salud. Además, si aquel tratamiento privilegiado se considerase un derecho, entonces estaríamos ante una nueva devaluación ética del sentido del derecho; porque los derechos ahora serían particulares y ya no universales (las seis horas es sólo para los médicos, no para los demás; eso es un privilegio, no un derecho).

Llamar derecho a un privilegio es como llamar conquista a una violación (no será raro que hasta los criminales llamen a aquellos vicios procesales –como las medidas sustitutivas– derechos adquiridos). La defensa ingenua que hacen juristas a esta interpretación médica de estos supuestos derechos, deja ver la concepción discriminatoria que tienen del derecho, mostrando además la herencia racista-colonial de una ciencia, el derecho moderno, que estipula, desde Francisco de Vitoria, un sujeto de derechos blanco, europeo, y un objeto de la autoridad, deprivado de derecho alguno, el indio. El derecho moderno liberal es el garante legal de la estructura racista de clases, por ello no es de extrañar que antepongan el derecho del patrón (en este caso el médico) al derecho del pueblo. Vale más el derecho al privilegio de algunos que el derecho a la salud del pueblo.

Una sociedad colonial y racista, como la boliviana, expresa, de modo patético, el desprecio a estos derechos fundamentales (a causa del paro médico ya murieron dos niños, en El Alto y en La Paz, por algo común a la práctica médica nacional: la negligencia) teniendo, a lo largo de su historia, a una de las profesiones más rentables, en medio de una tasa histórica de mortalidad de las más altas en el continente. Por eso no es raro que en el periodo neoliberal, con el auge del desmantelamiento del Estado, la privatización de la salud haya generado tanto éxito. Cuando el lucro invade ámbitos como el de salud, entonces se entiende mejor aquellos privilegios, a los cuales no se está dispuesto a renunciar; el sector público es apenas un trampolín para saltar al ejercicio privado de la medicina, por eso no interesa tanto trabajar allí sino en ámbitos privados (los hospitales públicos se convierten en una fuente secundaria de ingresos, por eso es cómoda la reducción de horas). Porque, además, la salud pública está destinada a los pobres. Pero, aun así, si se espera un trato preferencial en las clínicas privadas (porque allí sí se paga), esto tampoco sucede.

La desidia y la negligencia son comunes (con muy raras excepciones), porque no se trata de anomalías sino de cultura. Y no se trata sólo del estamento médico; lo mismo pasa, por ejemplo, con los abogados. Fue una de las primeras profesiones que aparece en el régimen colonial: un lenguaje, el jurídico, que atraviesa todas las relaciones sociales, era el mejor medio de enriquecerse a costa de quienes ignoraban ese lenguaje, por tanto, expuestos a todo tipo de atropellos “legales” (en primera instancia, siempre, los indios). Cuando la salud no es un derecho sino un privilegio, no es el médico el que sale a buscar a los enfermos, son los enfermos los que deben ir en busca del médico. Los enfermos salen en su busca y, ¿qué encuentran en los hospitales? Aparte de padecer los síntomas propios de la enfermedad y la consecuente vulnerabilidad, reciben maltrato, indolencia y hasta desprecio. ¿Por qué?

Si la salud es un privilegio, entonces no es sólo privilegiado su acceso sino que los privilegiados no son ni siquiera los que pueden pagar ese privilegio sino quienes cobran por aquello. En tal situación, el ejercicio de la medicina ya no es ningún deber que pueda obligar un juramento. Ya no me debo a mis pacientes sino son ellos quienes me deben y si no me pagan entonces los dejo morir. Así la medicina deja de ser una vocación y se convierte en una profesión más, cuyo propósito ya no es salvar vidas sino salvarme poniendo precio a la vida de los demás. Lo mismo sucede con los maestros. Si todo se reduce al salario, entonces la vocación está de más; lo que cuenta es el ingreso y, cuanto más alto, más crecen las aspiraciones: todos quieren vivir bajo los estándares del primer mundo en un país del tercer mundo. Por eso ya no importa si los demás pagan nuestras ambiciones, lo único que importa es el ascenso de mi nivel social. Mi educación lo exige, mi estándar de vida lo exige, mis apetitos de rico en un país de pobres lo exige; si hay que sacrificarse que sean otros, yo no.

Esta cultura tiene que ver con una estructura de clases, cuya estabilidad es condición de la estabilidad del sistema en su conjunto. Esa estructura de clases es producto de una clasificación previa que legitima el orden mismo del sistema: la clasificación social es previamente una clasificación racial. La herencia colonial constituye cultura ciudadana. La inclusión es siempre recortada hacia ámbitos de reclutamiento que la oligarquía encuentra en la clase media, es decir, la burocracia social. El precio de la inclusión es concreto y no da lugar a equívocos: para estar bien hay que aceptar y hasta desear que otros estén mal. La resignación se vuelve cínica: uno trepa socialmente, se educa, no para servir sino para servirse de los demás. La mercantilización de la educación produce individuos egoístas e insensibles que hallan, hasta en las iglesias protestantes, la justificación para su individualismo: la salvación es personal.

Entonces el asunto va más allá de una simple reposición horaria. Porque los argumentos que se tejen desde la intransigencia no sólo es del gobierno sino también y, en mayor medida, de los médicos. Nunca se arguyó que establecer ocho horas de trabajo a los médicos, solucionaba todos los problemas de salud en nuestro país. Ese argumento vino de los propios médicos para desacreditar el decreto del gobierno. Pero vayamos al otro argumento de los médicos: que el déficit en salud se explica por la falta de infraestructura. Se trata del mismo argumento que usan los jefes policiales para explicar la ausencia de seguridad ciudadana o los jerarcas de las universidades públicas, para explicar el déficit en la educación.

Lo que no dicen es que ni la mejor infraestructura puede suplir algo elemental: voluntad de servicio. Si no hay eso no hay nada, aunque se tenga todo. Sabiendo, además, que todo incremento del presupuesto es destinado a sueldos que, según los criterios hasta meritocráticos, favorecen siempre a la mantención de la estructura de clases: los que ganan más terminan siempre agotando la mayor parte del presupuesto. Por eso hasta los obreros coadyuvan a la estabilidad del sistema que critican, porque la escala salarial retrata aquella clasificación, ahondando siempre las diferencias entre los que más ganan y los que menos ganan (siendo ahora el trabajo asalariado un privilegio más, en un país pobre).

Curiosamente los líderes sindicales ya han olvidado la crítica al sistema del cual son víctimas y sólo se empeñan en sacar las mejores tajadas de éste, y de modo casi siempre corporativo. Si fuésemos honestos, hasta veríamos en la canasta familiar de la COB, la introducción de satisfactores propios del mercado moderno que, en su mayoría, ya no constituyen sinónimos de una dieta saludable. Se olvida que conceptos como “nivel de vida” y “necesidades actuales” crean el espacio idóneo para que el capitalismo no sea cuestionado a fondo, porque si queremos realmente dejar sin legitimación al capitalismo, deberíamos en primera instancia, cuestionar aquellas “necesidades” que el capitalismo genera y satisface. Es decir, todos, de una manera u otra, ya han olvidado la lucha contra el sistema que produce y agudiza las desigualdades y renuncian a producir otro mundo mejor buscando su inclusión obsesiva en el sistema, mediante las mismas aspiraciones que iguala a todos en una suerte de maldición: el desarrollo que se corea por todo lado es el mejor modo de asegurar nuestro subdesarrollo.

Y de esto no se salva ni el gobierno. Enfrascado en un afán desarrollista, olvida lo más simple: que el desarrollo no es un fin en sí mismo sino la consecuencia hasta indirecta de la realización de un proyecto propio. El llamado desarrollo del primer mundo es la objetivación de la expansión capitalista en torno a la conformación de centros desarrollados y sus respectivas periferias, como garantía material de aquel desarrollo; es decir, que el subdesarrollo no es una etapa anterior al desarrollo sino una contradicción inherente al propio desarrollo, o sea: es el propio desarrollo de los centros el que ocasiona el subdesarrollo, desequilibrando la periferia y produciendo su dependencia crónica. Por supuesto que los centros no hace esto solos sino que aprovechan la complicidad de las oligarquías nacionales periféricas para consolidar un sistema económico mundial basado en esa clasificación.

Cuando los médicos señalan la falta de condiciones materiales como causa del déficit en salud, caen en el mito del desarrollo. Se ven a sí mismos con los ojos del primer mundo y creen que sólo la igualdad de condiciones hace la diferencia. Pero si falta voluntad y el propósito profesional ya es sólo pecuniario, lo que empieza a advertirse es una suerte de insistencia cultural que caracteriza a las oligarquías coloniales. Cuando éstas se integran al mercado mundial en calidad de dependencia y subordinación, renuncian, de modo definitivo, a constituirse en burguesía nacional. Su condición racista les impide imaginar siquiera en la integración económica del todo de su nación, es decir, en el desarrollo del elemento nacional (tarea que sí realiza la burguesía inglesa y, de ese modo, genera el primer imperio capitalista); herederos de la mentalidad conquistadora, no son proclives al esfuerzo propio sino a la riqueza en forma de milagro, por eso les es más cómoda la inclusión en el mercado mundial de modo subordinado.

Eso explica el carácter colonial de los nuevos Estados: soberanamente apuestan por su dependencia. También desean el desarrollo que les promete el capitalismo, pero sólo a condición de subdesarrollar a sus propios países, o sea, el desarrollo sólo puede ser posible para un parte mínima del país. Cuando aparecen los populismos históricos y se persigue un despegue industrial, se olvida que cada vez es más difícil aquello, por la propia estructura de clases, el régimen de propiedad y el sistema legal que adquieren los países; por eso estos episodios revolucionarios acaban en una alianza de clases (o castas) cuya horizonte único se traduce en la estabilidad del sistema. El desarrollo es sólo posible para los detentadores del poder político. Su legitimación consistirá en la creación de sus burocracias respectivas; por eso, el consenso es siempre mínimo y se produce en torno al margen exclusivo de la ciudadanía incluida.

Por eso las clases dominantes optan por el desarrollo moderno, porque no están dispuestos al sacrificio que significaría desarrollar de modo independiente al propio país (porque esto no da ganancias y menos inmediatas); por eso los estamentos de profesionales, interpretándose como privilegiados y superiores en un país pobre, no se ven como quienes deberían iniciar un despegue propio sino únicamente como quienes deberían recibir los beneficios que genera el país, aun en condición de dependencia. Que llamen a esta situación privilegiada, derecho adquirido, retrata la herencia feudal-colonial a la cual se adscriben: el “derecho de pernada” de los señores feudales era un privilegio impuesto a costa de la dignidad de los campesinos. Esa es la historia de considerar derechos a los privilegios del patrón.

Lo triste en todo esto es la capacidad de manipulación, ya no sólo de los trabajadores en salud sino hasta de los propios universitarios. Los primeros podían tranquilamente iniciar negociaciones con el gobierno y no confundirse en demandas claramente aristocráticas, que acaban por favorecer no a ellos, una vez que ya han dejado de ser útiles; los segundos ya son patéticos, sobre todo los de la UPEA, siendo víctimas e hijos y nietos de víctimas del sistema de salud pública. Por eso, cuando nuestro presidente descalifica la educación universitaria, aunque lo diga de mal modo y cuando menos debiera, dice la verdad; porque la deformación académica que imparten las universidades, tiene mucho que ver con la devaluación mercantil de vocaciones como la medicina.

Es más de un mes que dura el paro médico. En otros países de primer mundo, un paro así ya habría desestabilizado todo. ¿Por qué en Bolivia no sucede esto? Porque, aunque nunca lo admitan los médicos, en Bolivia no es el sistema de salud pública o privada quien curan a la gente. En Bolivia la gente, sobre todo pobre, acude más a la medicina tradicional, alternativa, para curarse de sus dolencias; y los yatiris, kallawayas, amautas, chamanes, chamakanis, etc., nunca se han quejado de falta de infraestructura, ante un Estado que jamás les dio un solo peso. El gobierno peca de ingenuo creyendo que podía ganar esa pulseta con el sistema de salud pública sin generar antes el colchón institucional para hacer frente a lo que generaron los médicos: la desatención de la población. No sólo que lee mal los tiempos sino que no prepara ni el contexto ni las alternativas de equilibrio de situaciones riesgosas. Pretender que sea la población la que resuelva la situación, requería generar las condiciones, hasta institucionales, para hacerla protagonista de medidas trascendentales; pero desde el gasolinazo es cada vez menos creíble que el gobierno tome en cuenta, de modo honesto, la voz del pueblo.

Las últimas medidas que asume el gobierno ya muestra un desesperado intento de ganar respaldo, al menos, circunstancial; pero sin la contundencia que debiera mostrar una real intención de revisar un proceso de nacionalización truncado. Recupera una empresa de electricidad pero, el mismo día, firma un nuevo contrato con Repsol; y aquí no se trata de si cuántas acciones recupera o no, sino del concepto mismo que se asume cuando se ejecuta la re-estatización. A la oposición y sus analistas mediáticos les preocupa, como a todo apátrida, el asunto legal, como si legal hubiese sido la privatización y el desmantelamiento del Estado (para hacerlo aparecer legal, las transnacionales, con todos sus bufetes de abogados hasta nacionales –que para eso sirven–, se las ingeniaron para hacer ajustes en las propias constituciones nacionales; eso en México se ve de modo escandaloso). Y al gobierno le preocupa no espantar la inversión extranjera, sin tomar en cuenta que ésta ha sido diseñada, por los centros desarrollados, para mantener intacta la estructura dependiente de la periferia mundial.

La nacionalización no consiste en que una empresa pase de manos extranjeras a manos nacionales, porque también estas pueden ser privadas, no necesariamente públicas, y contribuir a la constitución de una nueva clase dominante, cuya base industrial –en el mejor de los casos– no genere sino otro enclave, afirmando otra vez el subdesarrollo del propio país. La nacionalización consiste en que la nación misma se asume como sujeto de su propio desarrollo. De ahí que la recuperación de sus hidrocarburos pasa por su control geopolítico, la atención a sus necesidades energéticas propias y su planeamiento estratégico; en torno siempre a un proyecto nacional propio.

Si se ve en la recuperación sólo un mejor ingreso, entonces se renuncia al desarrollo que tanto se pregona, porque la lógica de sus operaciones sigue siendo digitada por el criterio de la ganancia, por eso se lo dejan a los privadas (que para eso son eficaces, para que la ganancia se transfiera siempre a los centros desarrollados), que transfieren los planes estratégicos siempre a los centros matrices, dejando al país dependiente de una planificación estratégica que ya no le corresponde hacer sino sólo obedecer. En eso cae el gobierno por someterse a las necesidades de la inversión antes que a las necesidades nacionales; que no pasan sólo por estímulos materiales. En esto es bueno recordar al Che: “el desarrollo de la conciencia hace más por el desarrollo de la producción que el estímulo material”. No se trata de llenar de canchitas las expectativas populares. Se trata de generar conciencia nacional, en nuestro caso, plurinacional. El imperio yanqui truncó la experiencia de Allende porque, entre otras cosas, allí se estaba gestando conocimiento (con patrocinio gubernamental) para la liberación de nuestros pueblos. ¿Qué centros de investigación patrocina nuestro gobierno para hacer posible un desarrollo de la conciencia plurinacional? ¿Bastará con tener un iluminado a la diestra del primer mandatario?

El gobierno cierra cada vez más sus opciones y cierra, de ese modo, la posibilidad de su propia continuidad, aun cuando sus propias apuestas retroceden tanto que se encuentran con el lado opuesto. La oposición se queja más de lo que debiera, porque el gobierno está haciendo lo que ellos nunca pudieron: administrar mejor el Estado colonial. Su arrebato tiene otro origen: el racismo. Los medios descubrieron aquello descubriéndose a sí mismos. Por ello encuentran hasta en la anécdota un motivo para continuar la desacreditación. Eso pasó con el magistrado Cusi; éste, según los medios, “ultrajó la justicia con la coca”.

El carácter prejuicioso de este lamento logró destapar, una vez más, las profundas obsesiones racistas-coloniales (las cuales –hay que decirlo– no sólo se atrincheran en la oposición sino que aparecen también en el propio gobierno, pues salvo contadas excepciones, no hemos visto una sola posición oficial que condene esta nueva defenestración de la hoja de coca). Si el magistrado hubiese dicho: “para emitir juicios delicados me encomiendo a Dios”, nadie hubiera objetado nada; pero cuando dice que en cuestiones complicadas “recurro a la coca”, entonces todos optan por el linchamiento. Porque lo que sucedió a continuación fue un linchamiento mediático (jueces, políticos, periodistas, abogados, analistas, condenan el linchamiento –al que llaman “justicia comunitaria”, para desacreditarla–, pero gustosos lo realizan en el circo de los medios, y mejor si se trata de un indio que es ahora magistrado). Sucede que en el “tribunal de la razón”, al que pretendían acudir los ofendidos, los linchamientos se hacen hasta racionales.

Una vez orquestada la condena, los defensores del “derecho” desfilaron religiosamente por los medios. Pero repasemos la constitución histórica del “derecho moderno”. La conquista se consagra gracias al “derecho moderno” y gracias a éste se legitima una clasificación racista de la humanidad. Este “derecho” nace concibiendo un sujeto de derechos exclusivo, negándole esta cualidad a quienes no son considerados seres humanos. Si la eugenesia no es un accidente en la ciencia de la medicina moderna sino la deducción lógica de sus principios de clasificación biológica (por eso generaciones de médicos ven en el indio una raza en extinción, a la cual ya no debería prestársele atención), del mismo modo, el derecho positivo no hace más que secularizar las creencias últimas del mundo moderno (por eso Kelsen no halla mejor metáfora que la pirámide, para expresar una visión aristocrática de la justicia que, según éste, no tiene nada que ver con la ética –generaciones de abogados se creyeron ese cuento, justificando la corrupción de la cual ya eran parte). El lenguaje del Estado lo hacen las leyes, pero éstas ya no las hacen los Estados (menos los pueblos) sino son subordinados a un supuesto derecho natural que canoniza los valores modernos como sagrados.

Poner esos valores en suspenso es atentar al orden mismo. Es cuando Iglesia y mundo se ponen de acuerdo; por ejemplo, si antes, hasta Tomas de Aquino, la propiedad privada no era considerada de derecho natural, después, hasta la doctrina social de la Iglesia concibe a la propiedad privada del capital como natural. Lo que la razón no puede demostrar, la religión puede justificar, es decir, Dios puede avalar. El orden se garantiza. El derecho ya no necesita demostrar aquello de lo cual parte, como un dogma de fe: los valores modernos son y representan el orden y, si el orden es lo sagrado, atentar contra sus valores es atentar contra Dios mismo. Entonces, el Dios al cual se encomienda el juez, al cual se jura, poniendo las manos sobre la Biblia, es un Dios pertinente al orden. Con ese Dios no hay problema, porque es un simple garante de una estructura que gobierna el mundo por medio de las leyes. Por eso, mencionarlo no tiene nada que ver con la creencia religiosa; pues el derecho mismo es la religión sustitutiva que hace posible el acceso al reino de los cielos: la ley permite y garantiza el acceso a todo. Por eso hasta las guerras se hacen de modo legal y se invaden países con el derecho internacional en la mano. Por eso, encomendarse a este Dios, representa un acto de fe con el orden sagrado que defienden las leyes. Todo lo demás es un acto hasta diabólico.

Por eso aparecen las diatribas en los devotos del orden y piden, como en el circo romano, muerte sin perdón. Y lo hacen en nombre de una “justicia” supuestamente tan “racional”, tan “verdadera”, tan “universal”, tan “perfecta”, que no saben después explicar cómo semejante justicia es fiel administradora de la injusticia sistemática que sufre este país, desde su creación. Porque lo que despotrican, en realidad, es el supuesto asalto indio al poder judicial, un poder que les correspondía a los superiores, nunca a los considerados inferiores; porque los inferiores sólo podían “ensuciar” sus aposentos. Esas lamentaciones que, las personalidades “cultas”, promueven como verdaderos “autos de fe” no sólo recordaban a la Inquisición sino que demuestran un hecho colonial: cuanto más “educado” uno es, más intolerante es ante las nuevas ideas.

Un cierto diputado chaqueño, que alguna vez dijo que “la dignidad no da de comer” y, con ello, justificaba la violación de la soberanía nacional, decía que “el propio presidente Evo Morales debería pedir la renuncia del magistrado Cusi”, ante tamaña insolencia; es decir, la sola declaración del magistrado merece su capitulación mientras la suya la condescendencia nacional. Decía además que el Tribunal Constitucional “no puede estar en manos de un kallawaya”. La ignorancia es atrevida cuando una lengua montaraz (y nada menos que diputado nacional) exige lo que es incapaz de mostrar: mesura. Pero el atrevimiento no lo produce la ignorancia sino el racismo; porque según este parecer un kallawaya no es un médico sino un charlatán. Para la visión eurocéntrica y, en consecuencia, racista de los médicos bolivianos, sólo la medicina moderna es ciencia; del mismo modo se refieren los dirigentes del magisterio paceño: sólo la ciencia moderna es científica, querer potenciar nuestros conocimientos ancestrales es volver a la prehistoria. Por eso, lo que dice el diputado aludido, es una concepción generalizada de una sociedad que se forma a imagen y semejanza de un Estado colonial: quiere ser lo que no es y reniega de lo que sí es.

Lo que no se dice es que la medicina tradicional, a lo largo de nuestra historia, ha curado a más gente que la medicina moderna, que gracias a ésta, los pobres en este país viven, incluso después de haber sido desahuciados por aquella; que muchos fármacos exitosos a nivel mundial se deben gracias al conocimiento acumulado de culturas despreciadas por el mundo moderno; que a la industria farmacéutica ya no le interesa producir medicamentos para curar a la gente, porque curar ya no es rentable; que el éxito de la medicina china está en la preservación de su cultura y no en su negación, como sucede aquí; que en la cultura andina el enseñar también es curar, por eso los incas llamaban a este lugar Kollasuyo, el lugar de los curadores; que la neurobiología actual recién está descubriendo lo que nuestros yatiris ya sabían hace milenios: que el origen de las enfermedades fisiológicas son desordenes espirituales; que la medicina moderna es terapéutica, mientras la tradicional es preventiva.

¿Qué tiene que ver esto con el derecho? El derecho moderno, como la medicina y, en general la ciencia moderna, no ven al ser humano en un todo integrado; el derecho parte del individuo escindido, cuyas relaciones contractuales son resultado del puro cálculo interesado. La figura del contrato es sólo posible dentro de una desconfianza mutua. Esta concepción deficitaria de humanidad aparece siempre en sistemas de dominación, que sustituyen lo sagrado por el propio orden que imponen: cuando desaparece lo sagrado de la vida, lo único que queda es el puro cálculo de intereses. Eso es el mundo moderno y el derecho moderno administra aquello. Entonces, decir que es un disparate que un kallawaya sea un juez, es un disparate en sí mismo. Como disparate es que los abogados se hagan llamar doctores cuando no curan nada. Ni Hamurabi, ni Solón, ni Dracón, ni Moisés, ni Salomón, hubiesen sido del agrado de aquel diputado (pues el uno era campesino, otro comerciante, otro pastor de ovejas, etc.), cuya escasa formación cree suficiente para emitir semejantes dictámenes.

Se cuestiona que un legislador acuda a la coca por encima del derecho, de ese modo se asume, sin decirlo, la infalibilidad del derecho; si es así, ¿por qué hay sentencias injustas? Cuando la ignorancia cuestiona las propias creencias del magistrado, se devalúan esas creencias como inferiores, o sea, irracionales; pero entonces, ¿por qué no cuestionar toda la escenografía ritual, hasta el juramento sobre la Biblia, que hace el derecho moderno? Otro político movimientista alegaba de modo ingenuo –siendo abogado y ex constituyente– que “un dictamen legal no puede subordinarse a lo cultural”. Lo cultural sería la lectura en coca y lo universal la propia lógica legal. Esto es puro eurocentrismo, pues el derecho moderno, siendo también particular, emanación normativa de la eticidad propia del individuo burgués europeo, ahora aparece como universal sin más. No hay soberbia más grande que, como dice Quijano, una etnia llamada Europa se proclame a sí misma universal, negando esta cualidad a todo el resto del mundo. El colonizado piensa de ese modo, que lo que viene del primer mundo es verdadero, racional, universal, etc., y todo lo nuestro, sólo por serlo, es falso, irracional, pre moderno, etc., por eso llega a legitimar, con su propio sometimiento, que la dominación que sufrimos es buena y el único proyecto de vida que pueda tener este país es desaparecer.

Este anhelo, que se hace ideología con el liberalismo, se camufla en la revolución del 52 y pervive en la actualidad como ideología nacionalista (aun en el propio gobierno), oculta una cuestión de fe: el indio hace imposible el desarrollo. Por eso reniega de lo indio y todo lo que él representa. Por eso aquellos políticos asumen, en definitiva, que el derecho es intocable, porque han sido formados en el dogma positivista del derecho; por eso cuando arguyen que todo veredicto debe reducirse “a una pura cuestión técnica”, muestran una clara pérdida de sentido de la justicia misma, cosa que adolecen casi todos los juristas.

Si fuera la sentencia legal una pura cuestión técnica, no harían falta abogados ni jueces, y si así en efecto fuera, ya no tendría sentido la ciencia del derecho, pues si todo está dicho, ya no hay más ciencia, es decir, producción de conocimiento, sino pura aplicación técnica. Cuando todo se reduce a lo técnico, esto delata pérdida de sentido y, lo que es peor, ausencia de sabiduría. Pero sin sabiduría no hay justicia y eso es precisamente lo que muestra el derecho moderno. Ningún abogado podría explicar el procedimiento técnico que le sirvió al rey Salomón para emitir su juicio sobre el niño que reclamaban las dos madres, porque aquello no fue una ciega deducción técnica de normas sino producto de la sabiduría; lo que nunca se enseña en las universidades. Los abogados han olvidado que la ley fue dada para el hombre, no el hombre para la ley. Ese olvido es producto de una relación fetichista con la ley, ante la cual se inclinan como si se tratase de una divinidad, por eso para preservarla hasta la vida humana les es indiferente.

Cuando se imputa al propio presidente, se sugiere que es él la encarnación de aquel desatino, o sea, el pecado original no es haber elegido a un magistrado indio sino a un presidente indio. Los medios justifican así una nueva oleada racista de desacreditación del indio mismo y todo lo que éste representa; en definitiva, lo que aquél diputado señala: “hacernos volver a la edad de piedra”. El racismo se descubre, de ese modo. Porque toda aquella declaración de fe, se la hace desde un dogma: la modernización. El famoso “ir adelante” como sinónimo de “lo más racional y verdadero”. Pero, ¿no es ese “adelante”, la imagen misma que la modernidad tiene de sí misma? ¿Acaso no es ese “adelante” lo que precisamente ha entrado en crisis?

Esa lectura lineal del tiempo (que el pasado está atrás y el futuro adelante) es ya hasta insostenible en la propia física cuántica. Por eso hasta la neurobiología actual señala que aquello es una pura apariencia. Quienes defienden un inexorable “ir hacia adelante” son quienes, en realidad, se hallan atrás, en pleno siglo XVIII. Pero examinemos la afirmación. La modernidad privilegia una imagen de futuro que es su propia imagen, desacreditando todo lo que no coincide con su propia imagen, por eso lo devalúa como pre-moderno. De ese modo, todas las demás culturas son sinónimo de atraso; porque en el “adelante” moderno, el pasado es devaluado hasta moralmente. La modernidad inaugura una experiencia del tiempo vacío, hueco, por eso inaugura también la pérdida de sentido como forma de vida. ¿Qué tipo de consistencia puede tener un individuo que pretende partir sólo de sí? Hasta Heidegger se da cuenta de ello y señala que quien pretenda partir de sí, parte en realidad de la nada. Por eso lo que proyecta es también nada. Por eso el futuro moderno se diluye en la nada. Ese “ir adelante” es una marcha inexorable a la cual se somete el ser humano cuando ha perdido todo sentido histórico.

Lo curioso es que nadie habla de volver a la edad de piedra, salvo quienes desacreditan toda crítica al sistema actual. Para estos toda crítica es volver al pasado, cuando son estos los que sacralizan un orden que apenas tiene cinco siglos y ha demostrado ocasionar más destrucción, además a nivel global, en tan poco tiempo, que todas las otras civilizaciones y culturas que han existido y perdurado en los restantes 10.000 años de historia humana.

Una transformación del capitalismo no pasa por cuestionar sólo a éste sino a su matriz cultural y civilizatoria: la modernidad, cuya más sofisticada arma no son sus bombas nucleares sino el conocimiento que ha producido a éstas: su ciencia y su filosofía. Porque no se trata de especulaciones exquisitas sino de aquello que sostiene a sus instituciones y su forma de vida. Por eso se trata de una lucha hasta espiritual.

Cuando el cacique Seattle decía que para conocer al hombre blanco debemos conocer sus sueños, tenía razón; es en el ámbito de sus más hondas creencias, de sus referencias últimas de sentido, donde se halla la fuente de las certidumbres del individuo moderno. La creencia en su superioridad se encuentra allí, expresada en la ideología propia del mundo moderno: el racismo. Del cual, la categoría de desarrollo es su deducción lógica. Pero un nuevo paradigma, como dice Thomas Kuhn, refiriéndose a la ciencia, no se instala de modo “natural” sino que debe enfrentar la resistencia hasta insensata del viejo paradigma (tampoco por mejores argumentos o “falsaciones”, es que cambia el viejo paradigma por voluntad propia, decía). En última instancia, la ciencia también es una cuestión de fe. Por eso el empecinamiento tozudo de un paradigma que, en medio de una evidente crisis civilizatoria, no muestra sino la disparatada resistencia de sus apologistas. Los cuales son peores y hasta ridículos en sociedades coloniales como la nuestra.

Esta breve revisión de nuestro presente histórico quiere mostrar la profundidad de la crisis, que no es episódica sino será la constante en el necesario cambio de paradigma planetario. Y, además, porque se trata de un cambio que afecta a todos los aspectos de la vida, es que la resistencia se hará iracunda y hasta insensata, y sacará a flor de piel las desigualdades constitutivas de un mundo fundado en la dominación más sofisticada que ha producido la humanidad: el mundo moderno.

Texto: Bolpress
Foto: jornadanet

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