lunes, 24 de mayo de 2010

Víctor Hugo Viscarra: El mensajero de las noches paceñas


JOSÉ CARVALLO A.

Un tipo difícil de definir o encasillar este individuo que por esos azares del destino al llegar a este mundo recibió el nombre de Víctor Hugo y, para rematar, el apellido de Viscarra. Ante el trabajo ciertamente arduo de intentar una clasificación, algún apologista de último momento recurrió al expediente cómodo y facilón de describirlo en un periódico chileno como a un “Bukowski boliviano”, lo que estuvo a punto de causar soponcio a Víctor Hugo y agravarle un “c´haqui fulero” que lo tenía a muy mal traer.

Muchos se jactan ahora de haber conocido a Víctor Hugo y dicen haber compartido unos tragos con él. Sin embargo, no siempre fue así, y durante mucho tiempo los esfuerzos e inquietudes literarias de Víctor Hugo eran vistos como una extravagancia propia de un individuo que había traspasado los umbrales de la cordura llevado de la mano por alcohol, su compañero de infortunio y amigo de toda la vida. Es que la vida se ensañó con ‘el Víctor Hugo’ y desde que era muy pequeño le comenzó a dar duro y con palo sin que él le haga nada. Muchas veces, al borde del derrumbe, comentó que la vida lo había tratado cual veleidosa e ingrata hembra y le daba tantos golpes que estaba convencido de que lo había tomado, gratis, de sparring. Asiduo visitante de las cantinas existentes por aquellos años en el barrio de Ch'ijini, tuvo también que disfrutar la hospitalidad que ocasionalmente le brindaba la policía y pasar muchas noches en las sucias y malolientes celdas policiales si es que no tenia ‘quivo’ para pagar la indulgencia de la autoridad, lo cual, claro está, ocurría la mayoría de las veces. Ese permanente recorrido por El Averno, Las Carpas, El cementerio de los elefantes, además de correccionales y multitud de celdas policiales, le proporcionó el material más que suficiente para escribir sin necesidad de prestarse inspiración de otros autores. Si bien leía lo que caía en sus manos y las esmirriadas bibliotecas de algunos amigos fueron en alguna ocasión victimas de sus incursiones y algunos libros fueron tomados ‘prestados’ sin que el dueño se enterara, la lectura no era lo suyo. Lo suyo era más la observación a mano alzada, dura e inclemente de todos los avatares de la vida; de los sinsabores y de los permanentes ‘foulazos’ con que nos castiga. Su material estaba ahí, en las celdas, en las inmundas cantinas, oscuros callejones, alojamientos de mala muerte, en los basurales, en el alma de los ‘artilleros’, de las prostitutas, de los mendigos, de los homosexuales…sólo había que pasar a recogerlo. Pero para eso tenía que pagar un precio; Víctor Hugo lo pagó con creces y no se hizo problemas. “Vivo en la calle y nunca tengo plata. Soy un pobre muerto de hambre. Entonces ¿Qué más realidad que esa para escribir?” contestaba a quien se atrevía a indagar sobre sus “fuentes de inspiración”. El “ más allá” lo tenia también sin cuidado y decía que no se haría problema alguno si tenía como destino final el infierno. “Estoy acostumbrado; he estado toda mi vida en él”, decía en tono despreocupado, con la certeza de quien sabe que nada peor puede ya pasarle.

El 24 de mayo de 2006 recibió la visita que había esperado toda la vida. La Muerte, su compañera en largas noches de infortunio, en amargos trajines por los callejones paceños en las frías noches de invierno, llegó de forma muy descomedida, sin avisarle. Es que Víctor Hugo, si bien en varias ocasiones había comentado la posibilidad de suicidarse “en defensa propia”, en verdad amaba la vida, aunque ésta no le hubiera dado nada. Fue un día miércoles, aunque el Viscarrita, de acuerdo con su inconfesado talento vallejiano, hubiera preferido que sea jueves. Como a todo ‘artillero’ que se respete, una fulminante cirrosis se lo llevó al otro mundo y no hubo vuelta que dar.

No fue en Paris, pero sí tenía el recuerdo de ese día. Ese recuerdo lo fue elaborando minuciosamente desde el mismo momento en que nació, según decía, del vientre de una mujer de “dudosa reputación”. De cuando en cuando practicó con indudable maestría el arte del ‘machetazo’: -Hola hermanito… de tanto tiempo, ¿me prestas 20 bolivianos? -Discúlpame, hermano, solo tengo 10. -Está bien, pero acordate que me debes 10 bolivianos. En el último tiempo de su vida estaba recogiendo algunas migajas que da el reconocimiento y no ocultaba su pavor ante la posibilidad de volverse “respetable”. Llegaba algunas noches al Bocaisapo con algunos ejemplares de sus obras bajo el brazo y los remataba por centavos para comprarse un trago, aunque en esa época ya varios pugnaban por invitarlo y llevarlo a sus mesas.

Pero el Víctor Hugo era el Víctor Hugo y sus verdaderos amigos no estaban en boliches Light frecuentados por una bohemia a la que muchas veces reprochó su inconsecuencia. Sus “compañeros de sindicato” estaban siendo arrojados cada vez más lejos por la acción de una alcaldía que se había propuesto limpiar la cara de La Paz y que consideraba a las memorables cantinas de Ch'ijini y Tembladerani como un forúnculo que debía extirpar, por lo que él se veía obligado a acudir cada vez más a boliches “bien”.

Recaló una época por Cochabamba donde su amigo Alfredo Medrano, ‘el Fiero’, consiguió que le dieran una pega en la dirección de Cultura de la Alcaldía. No se trataba de redimirlo porque se sabía que eso era imposible, pero sí se quería que el Víctor Hugo tuviera alguna fuente de ingresos que le permitiera dejar volar su imaginación y plasmarla en unas cuantas obras. Sin embargo, poco tiempo pasó para que los buenos amigos se percataran de lo inconducente de su empeño. No se podía pretender hacer un mal burócrata de un buen y conocido borracho que hacia gala de su marcado escepticismo. Además su “enfermedad profesional”, como llamaba a su entrañable cirrosis, ya comenzaba a manifestarse en su cuerpo desastrado por las largas noches a la intemperie y bajo la lluvia.

SU OBRA
Al Víctor Hugo se le ha reprochado muchas veces ser muy desprolijo en su escritura. El que éste limpio de culpa que arroje la primera piedra. Ocurre que muchas veces los temas artificiales tienen que ser disfrazados con la pretendida pulcritud del lenguaje. Él jamás tuvo que recurrir a este tipo de artimañas. Su tema favorito, su vida, y su lenguaje eran descarnados y nunca pretendió pulirlos. Al hacerlo hubiera dejado de ser él mismo. No buscó tampoco ser “políticamente correcto” y buscar la redención mediante la literatura. No era el héroe ni el villano, era simplemente un producto de las circunstancias. No buscó pena ni admiración. Esas comprensibles debilidades humanas le eran ajenas. Caminante irredento, era frecuente verlo vagar por las empinadas calles paceñas llevando bajo el brazo un cuaderno escolar en el que anotaba sus nuevos descubrimientos que irían a enriquecer el Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano, en el que recopiló toda la jerga del lumpen paceño y que fue muy bien utilizado por la Policía Boliviana sin que el autor recibiera el mas mínimo reconocimiento, aparte de regulares detenciones en las celdas.

Desde Relatos del Víctor Hugo a Borracho estaba pero me acuerdo pasando por Alcoholatum & otros drinks, transcurrieron algunos años, pero en todos ellos se advertía la misma impronta. Era el mismo Víctor Hugo con quien la vida se había agarrado, que tenia un problema personal agarrado, que tenia un problema personal con él y que no se cansaba de hacerle sentir su poder. Su obra recibió un reconocimiento algo tardío y, como era de esperar, llegaron las comparaciones. Sobre Charles Bukowski decía que sólo compartía con él lo deslenguado. De Jaime Sáenz opinaba que era un impostor que nunca vivió lo que escribía y su descripción del “aparapita” le parecía artificiosa. Alguna vez comentó que sólo una persona que mira pasar la vida de palco puede considerar que la imagen de un personaje profundamente desarraigado como el ‘aparapita’ podía tener algo de poético, cuando era la imagen misma de la miseria, una miseria que él compartió en muchas ocasiones en los basurales aledaños a los mercados paceños cuando se disputaban algún trozo de pan o, si había suerte, de carne para llevarse a la boca. Reconocía la imposibilidad también de que alguna vez le dieran el Premio Nobel, cosa que no parecía preocuparle mucho. Al fin y al cabo no tenía pasaporte para ir a Suecia a recibirlo y tampoco pensaba sacarlo.

Al Víctor Hugo la vida le dió un papel que cumplir y éste lo desempeñó a cabalidad, sin concesiones de ningún tipo. Le dió al trago sin medida ni clemencia acercándose cada vez más con desgarrado fatalismo hacia un destino que le parecía ineludible. “y trastoqué el presente y el olvido, el ayer y el futuro, el placer con la amargura, la piedad con el sadismo, el bienestar con la maldad; la coma con el punto, el aymará con el quechua, como si no supiera que, aparte de ladrar como los perros, yo era poeta, y nadie entendía ni un carajo que era lo que había pretendido plasmar este poeta”. Este párrafo profundamente desolado incluido en Alcoholatum & otros drinks: Crónicas para gatos y pelagatos, muestra de forma descarnada la profunda dualidad que significó para Víctor Hugo esa permanente confrontación con la vida cuya expresión más conocida y con la cual se consubstanció eran las noches paceñas con sus variados personajes.

Es probable que si esos formalismos que arrastramos hasta la muerte no le hubieran producido un profundo mareo, similar al que le causaba el más infame de los tragullos, le hubiera gustado que le pusieran como epitafio: “Murió al pie del cañón, en el cumplimiento del beber”.

Texto y foto tmados de meiderdaniel.nireblog.com, que cita como fuente al periódico Cambio

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