miércoles, 17 de febrero de 2010

Trabajo agrícola en tiempos de globalización


Irma Lorena Acosta Reveles

Los campos agrícolas latinoamericanos, lo mismo que la sociedad rural del subcontinente, son espacios de intensos contrastes. Dos extremos de esta realidad, extendida desde el norte de México hasta el sur de la Patagonia, son las misérrimas explotaciones campesinas y el pujante empresariado agropecuario; ambos prototipos de racionalidades productivas contrapuestas que, sin embargo, confluyen, al mostrar por diferentes vías la precariedad de las condiciones de vida y de trabajo de la población que se dedica a las labores agrarias.

Mucho trabajo, pocos ingresos

Para el campesinado, el oficio ya no compensa los esfuerzos permanentes en las labores agrícolas, toda vez que el precio de sus productos ha declinado de modo radical en condiciones de mercados abiertos y del retiro creciente de apoyos estatales. El ingreso que recibe el asalariado rural por un promedio de quince horas de trabajo diarias en temporada alta no resulta en un medio de vida suficiente; incluso cuando toda la familia está implicada en las faenas. Es cierto que para todos los obreros del mundo los tiempos que corren son arduos, hostiles y amenazantes, y que el empleo en cualquier rama de la actividad económica escasea, se paga mal y carece de certidumbre. Empero, en el campo, esta situación no es en absoluto una novedad. Lo que es nuevo es el matiz que cobra actualmente, así como sus secuelas sociales.

La precariedad del trabajo en los campos de cultivo ha sido una constante histórica en la región, antes en las plantaciones y haciendas, y actualmente reeditado en los agronegocios con vocación exportadora. Las políticas públicas de las décadas recientes no han abonado a la resolución de la pobreza rural en el sentido de mejorar las condiciones de vida del productor directo de bienes agroalimentarios. Antes bien, los afanes de los gobiernos latinoamericanos por cambiar el patrón de cultivos hacia bienes de mayor rentabilidad, lo mismo que las acciones empresariales orientadas a incorporar innovaciones para reducir costos de producción y acrecentar la productividad, han devenido en un factor que amplifica la explotación de la mano de obra rural y potencia la exclusión. Un ejemplo radical en cuanto al desalojo de trabajadores fincado en nuevos procesos productivos es, sin lugar a dudas, el modelo productivo sojero que se instaló en las llanuras argentinas (Acosta, 2008). Este es el panorama que tiene frente a sí el trabajador agropecuario en un mundo globalizado.

Ciclos productivos alterados

Por una parte observamos cómo se alteran los ciclos de producción naturales en los campos merced a nuevas tecnologías y procesos, concebidos para ahorrar los dos principales factores de producción agrarios -tierra y trabajo-. Por otro lado, resulta que la caída del nivel de vida en las zonas rurales, vinculada a una lenta agonía del campesinado como productor, orilla a una cantidad creciente de la población a pretender empleos en campos y ciudades, acentuando los flujos migratorios dentro y fuera de las naciones para derivar un marcado desequilibrio en el mercado de trabajo. Un desequilibrio que a la postre favorece al empleador en las negociaciones salariales y hace a los trabajadores laborales prescindibles en cuanto pueden ser fácilmente sustituidos (Acosta Reveles, Irma Lorena Capitalismo agrario y sojización en la pampa argentina. Las razones del desalojo laboral en Revista Lavboratorio, Estudios sobre cambio estructural y desigualdad social, Número 22, Año 10, Invierno 2008. Instituto de Investigaciones Gino Germani. Facultad de Ciencias Sociales,UBA,Argentina.P.8-12. http://lavboratorio.fsoc.uba.ar/textos/lavbo22.pdf .

No se trata en modo alguno de condenar el progreso tecnológico o las prácticas capaces de multiplicar la capacidad productiva de la mano de obra o del suelo, sino de dejar en claro para qué se están usando estos valiosos recursos, quiénes son sus beneficiarios y sus elevados costos sociales (e incluso ambientales).

Trabajo riesgoso

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha dejado en claro en múltiples ocasiones que la agricultura no ha dejado de ser una de las actividades más peligrosas y deficitarias en términos de trabajo decente (OIT. Conclusiones del Coloquio Internacional de Trabajadores sobre el Trabajo Decente en la Agricultura. Ginebra 15-18 de Septiembre 2003.14p. en: www.ilo.org/public/spanish/dialogue/actrav/new/agsymp03/concl.pdf. Y aun cuando las modalidades de explotación rural se han transformado a fondo, a raíz del ajuste estructural que emprendieron los países de América Latina a partir los setentas, ello no ha reportado ventajas para el trabajador temporero o jornalero en términos de percepciones, certidumbre o protección de sus derechos más elementales.

Ahora mismo, la generalidad de los países de la región tienen legislaciones laborales que incorporan de forma muy endeble normas protectoras del asalariado rural, y en la práctica, estas leyes son letra muerta. El sindicalismo rural brilla por su ausencia y cuando está presente es frágil y por tanto, con escasa capacidad de negociación. Hoy como hace unas décadas, la presencia de empleos fijos, jurídicamente regulados, con ingresos suficientes para la reproducción del núcleo familiar y con ejercicio de derechos sindicales -por mencionar sólo algunos rasgos de lo que podría caracterizarse como un patrón salarial estable- constituye la excepción y no la regla tratándose del empleo rural.

En Uruguay, por ejemplo, continua la lucha por una jornada máxima de ocho horas en los campos; y en la mayoría de nuestros países es una práctica habitual la contratación de niños e inmigrantes extranjeros no documentados, por los beneficios que representa en términos de costos el trabajo "en negro". No han servido de mucho la firma de manifiestos internacionales contra el el trabajo infantil o los compromisos de las empresas "socialmente responsables" para salvaguardar los derechos de los trabajadores.

Verdades a medias

A fin de cuentas, el modelo agroexportador sí ha logrado transformar la faz productiva del subcontinente, alternado a fondo el uso del suelo, las prácticas agrícolas y reorientando el destino de la producción. Empero, con sus sonados éxitos en inserción mundial, encontramos que uno de sus saldos más dramáticos es el trabajo agrario en condiciones de infrasubsistencia (Acosta, 2006).

Podría alegarse que el resultado positivo de las empresas exportadoras depende de sus ventajas competitivas en un sentido moderno -capacidad de administración e innovación, articulación intersectorial positiva, planeación, etc.- pero esto es verdad sólo parcialmente. La liquidez financiera, el conocimiento acumulado, la infraestructura y localización de las unidades productivas, y el apoyo público a modo de subsidios e instrumentos fiscales diversos son desde luego una sólida fuente de ventajas de la empresa sobre sus competidores; sobre todo en la medida que permiten minimizar riesgos y optimizar el uso de todos los factores productivos. Pero no es menos cierto que la posición mercantil de las empresas mejor colocadas en los mercados mundiales -y esto no es exclusivo de América Latina- se halla estrechamente ligada a ventajas comparativas tradicionales como son los atributos de la naturaleza y el costo real de la mano de obra.

Texto: IPDRS
Foto: lahora.com.gt

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