martes, 29 de septiembre de 2009

Avatares del libro

Ramón Rocha Monroy

Los amigos de Santillana me obsequiaron un libro de la Editorial "Libros Acuáticos", que lleva una advertencia sorprendente. Dice: "100% resistente al agua". No sé de qué material es, pero uno puede entrar a la cámara de vapor del sauna o a la piscina, y no le pasa nada. Me parece revolucionario porque, de los cuatro elementos, hay dos que son enemigos irreconciliables del libro: el fuego y el agua.

Pues ahora hay uno solo, aunque la revolución sea tardía, porque ya son muchas las voces agoreras que hablan del fin de este protagonista de la historia, cuyo origen se remonta a las viejas civilizaciones de Sumeria, Babilonia, Asiria y Egipto.

Así se desprende de las conclusiones del Congreso Internacional del Mundo del Libro, que organizó la venerable editorial mexicana Fondo de Cultura Económica. La causa que señalan es la digitalización de los textos impresos, la crisis de la industria editorial y la falta de lectores que compren libros, entre otras Los nostalgiosos nos vamos a contar entre los más jodidos. Hablar del resuello de los libros es casi un dato real. Los libros son cuerpos que tienen vida. Tienen olor a papel, a tinta, a pasado, a encierro, a aventura. En cambio las computadoras son inodoras, y aunque tengan color, sólo tienen vida virtual.

A veces extraño mi máquina de escribir, que quedó sepultada en algún taller, aunque la vez que he tratado de aporrear sus teclas, he salido mal parado, y eso que era un campeón en dactilografía. Me he acostumbrado excesivamente al suave teclado de la computadora, pero hay un momento en el cual se hace imprescindible imprimir lo que uno ha escrito: el momento de la corrección. Es curioso que este adelanto tecnológico se parezca al viejo palimpsesto, al rollo bíblico, pues las letras se van perdiendo en la parte superior de la pantalla como si se enrollaran en un cilindro; lo cual torna dificultoso el arte de la corrección. Por eso, la escritora mexicana Ana García Bergua se pregunta qué pasará cuando la letra fantasma que escribe siga fantasma por el resto de sus días.

El Internet, el correo electrónico y la bloggomanía nos proporcionan un soporte jamás antes imaginado para archivar textos ajenos y propios, imágenes ajenas y propias. La mejor manera de conservar originales es tener blogs o aceptar la oferta de los servidores de correo electrónico, que nos proporcionan archivos interminables, y nos los guardan sin la fatiga de acumular papeles. O álbumes. Sin embargo, esto nos parece irreal y frágil; nos parece confiar algo tan valioso como nuestra memoria a una tecnología que no nos ha ganado la confianza. Los jóvenes creadores son los más celosos de que sus textos se pierdan en el ciberespacio, o sean aprovechados por lectores inescrupulosos.

Hace tiempo que tengo más libros en mi computadora que en mi colección personal. He debido bajar cerca de 10.000 títulos, pero hasta ahora no me he sentado a leerlos, y eso que tengo joyas literarias que me dan una relativa seguridad de tener mucho, de ser millonario en libros, aunque me quite el sosiego que esos libros sean intangibles. Es como ver una mujer desnuda y al tratar de tocarla encontrarse con el espejo. Uno quiere acariciar el texto amado, y sólo se encuentra con la superficie de la pantalla.

Hay un argumento más contra los libros: es un argumento ecológico, que trata de salvar los bosques y que no se fabrique tanto papel. Este sí es un argumento contundente, que acaso nos empuje, tarde o temprano, a la melancólica tarea de leer libros virtuales, o ibooks. Hay que acostumbrarse a la nueva denominación.

Texto y foto: Bolpress

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